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Ver día anteriorSábado 4 de abril de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los límites del sistema
C

uando los seres humanos desaparecieron del mundo. Las imágenes carecen de elocuencia. Calles y avenidas, inconcebibles sin el ajetreo y el bullicio cotidianos, vacías, exentas de un alma. Hasta los escasos automóviles parecen huir de ellas. Estadios, que se alzaban a un sólo grito en el delirio deportivo, abandonados, con la solitaria basura que trae el viento agolpándose en sus entradas. En las gradas, pájaros felices por la ausencia de la amenaza humana, han empezado a tejer sus nidos. Escuelas, como cementerios, donde acaso se escucha el chirrido de la última ventana que quedó entreabierta. Centros comerciales fastuosos, ostentosos, ahora empalizados por cortinas de hierro gris, que las hacen ver como una especie de bodegones. Si un grupo de extraterrestres aterrizara en algún punto del hemisferio norte, la pregunta exenta de cualquier petición de principios sería: ¿Qué fue de esta civilización?¿Cómo es que se esfumó? ¿Dónde quedaron todos?

Sabemos de culturas que se extinguieron en el pasado. Civilizaciones que desaparecieron por completo o imperios que decayeron. Pero ninguna obra de sociología o historia, ni siquiera la imaginación cinematográfica había previsto una crisis cuyos visos de solución apuntan hacia el repliegue en una nueva versión de la condición humana: la condición humana inánime.

Fue Luis XIV el que se presentó a sí mismo como un monarca imprescindible con un argumento, sin duda, visionario: después de mi, el diluvio. En efecto, en la época moderna ha sido la sobreabundancia de flujos que remueven órdenes pasivos o cautivos, movimientos raudos e impredecibles, fuerzas productivas monumentales –el diluvio, más que la escasez– quienes se han encargado de conmover edificios sociales que se consideraban sólidos y duraderos También existen, por supuesto, las teorías sobre la escasez: ahí donde muchos pelean por bienes escasos, el ser humano es capaz de infringirse desastres inauditos. Pero la crisis viral actual no es ni lo uno ni lo otro: es el grado cero de la conexión social. Ni pocos que se movilizan por mucho, ni muchos que se movilizan por poco. Simplemente nadie se moviliza. La sociedad inánime, se podría decir, pensando en la facilidad con la que se aceptó la propia detención. The unplugged society. Porque una sociedad constituida por seres que no tienen otro remedio más que ocultarse de otros seres –los virus incluidos– ya no es una sociedad. Acaso la utopía de Margaret Thatcher.

¿Qué está en juego? Y, sin embargo, en el subsuelo de la sociedad inánime asoman fuerzas inauditas. Hay que reconocer que una extraña idea del bien común se sobrepuso –hasta aquí– a la lógica del capital. Así, sin rodeos. Se necesita mucho para detener la economía mundial durante horas, días y semanas. Claro, Delta Air Lines o Mercedes Benz no pararon por filantropía o solidaridad. Pararon por el terror de ver vinculadas sus marcas a los estigmas producidos por el Covid-19. El logo que devora al capital. Pero ese miedo es valiosísimo. (Se podría conjeturar que su historia se remonta a la noción de fraternidad de la revolución francesa). En él se instituyen horizontes de expectativas incalculables. Y, sin embargo, en las cabezas presas de esa lógica, al igual en cierta manera que en la del gobierno de Morena, lo flotante es la idea o el discurso de una crisis transitoria. En unas semanas, se quisiera pensar, todo volverá a la normalidad, incluso a la normalidad de las catástrofes acostumbradas.

Basta con ver los diarios íntimos de la gente –en Facebook, por ejemplo–, de ese individuo ya encapsulado en sí mismo para vislumbrar que estamos frente a una crisis de dimensiones muy distintas: la crisis de muchas de las formas de vida que conocíamos hasta ahora.

La primera, y más evidente, es la costumbre de derivar las certidumbres sobre el futuro de los mercados de valores. La Bolsa de Nueva York se encuentra hoy –en términos proporcionales– por debajo de los niveles alcanzados en 1929. ¿Cómo salir de esto? Ahí donde la aporía viral no muestra salidas: si se reinicia la maquinaria económica, la posibilidad de que crezca la pandemia es altísima, y si no se reinicia la actividad las heridas, bajas, quiebras y desempleo podían redundar en situaciones por completo ingobernables.

Hay algo en lo que es preciso reflexionar: el sistema global no contiene ninguna herramienta para hacer frente a un colapso de esta envergadura sin pérdidas ostensibles. ¿Hay algo en esto de su declive? La respuesta de los estados fue la vuelta al estado de excepción cada vez más general. Pero sin éxito. Todos los mandatarios están perdiendo legitimidad a velocidades inverosímiles.

Por último, la cuestión animal. Todas las pandemias recientes –con excepción del HIV– están asociadas a un origen animal. ¿No será que los animales han desarrollado ya su propio sistema de autodefensa frente a la masacre cotidiana? Tal vez, más que los animales representen un peligro para los seres humanos, son los humanos los que representan el auténtico peligro para ellos. Hasta ahí puede llegar la crisis de las formas de vida.