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Mar de Historias

Amenazas

L

a tele está encendida. Rosario mira con expresión desolada la escena donde aparece un grupo de refugiados. Al oír que se abre la puerta, apaga el televisor y saluda a Jaime, su esposo:

Rosario: –Mi vida: a lavarse las manos por favorcito.

Jaime (desde el baño): –Eso decía mi mamá cuando regresaba de la escuela: No te sientes a comer si no te has lavado las manos.

Rosario: –¿Cómo te fue?

Jaime: –En toda la mañana sólo hice una dejada. Lo bueno es que en la tardecita me salió un viaje a Toluca. Gracias a eso podré entregarle algo de la cuenta al patrón: anda desesperado. Y tú, ¿qué tal?

Rosario: –Peor que el lunes. Como hay menos gente en la calle se me quedó casi todo el pan y sólo vendí dos jugos, una ensalada de frutas y tres cafés.

Jaime: –¿Cenamos? Conchita, la señora que nos lleva la comida a la base, hoy no se presentó. Antes le había dicho a Rodolfo que, como ya es grande y teme contagiarse, a lo mejor dejaba su negocito mientras pasa todo esto. (Sigue a Rosario a la cocina.) Me parece que tú deberías hacer lo mismo.

Rosario: –No creas que no lo he pensado, pero me preocupa Gloria. Con lo que le pago tiene que sostener a su hijito de seis años y darle algo a su mamá. Si deja de ganar ese dinero se quedan en la calle.

Jaime: –¿Su familia no puede ayudarla?

Rosario: –Se lo pregunté y dijo que no. Uno de sus hermanos, que trabajaba como empacador en un supermercado, está sin chamba. Al otro, que hacía la limpieza en un balneario, también lo despidieron.

Jaime: –Suerte que mi patrón siga dándome chance de manejarle su taxi, pero a ver hasta cuándo. (Escucha tres timbrazos consecutivos.) Es mi hermano Ángel. Raro que venga en la noche. Espero que no sea porque se murió don Lorenzo.

Rosario: –Ojalá que no. Corre a abrirle. Mientras, pongo otro plato en la mesa.

II

El recién llegado sale del baño secándose las manos con una toalla de papel:

Ángel: –Híjole, qué pena ha­ber venido cuando iban a cenar.

Rosario: –Mejor, así nos acompañas. A Jaime y a mí se nos hizo raro que vinieras tan noche. ¿Dejaste solo a don Lorenzo?

Ángel: –No. Se quedó con él su hija María. En la mañana tiene que hacerse unos estudios, y como vive hasta Los Reyes, prefirió dormir aquí para llegar lo más temprano posible al hospital. Ya luego se devuelve a su casa.

Rosario: –O sea que seguirás cuidando a don Lorenzo.

Ángel: –Pues sí, pero de ahora en adelante me va a pagar tres mil en vez de los cinco mil que me daba.

Jaime: –Y eso, ¿por qué?

Ángel: –Don Lorenzo necesita ayudar a su hijo Raciel. Estaba de barista en un antro, pero como lo cerraron ya no tiene trabajo.

Jaime: –Lo comprendo, pero dejarte con menos sueldo ¡está cañón!

Ángel: –Pues sí, pero ni modo de renunciarle, y menos ahorita. Yo tendría que ser muy cabrón para dejarlo solo en sus condiciones: don Lorenzo ya casi no puede caminar y ve muy mal. (Se escucha que alguien llama a gritos a Rosario.) Ahí te buscan, cuñada.

Rosario (asomada a la ventana.) –Es Amparo, la que luego viene para que la inyecte. Voy a abrirle.

Jaime: –Pero con mucho cuidado, no sea que alguien venga persiguiéndola.

III

Con dificultades a causa del temblor que la agita, Amparo sostiene un vaso de agua ­azucarada.

Rosario: –Por favor, dime qué te pasó.

Amparo: –A mí nada, gracias a Dios. Julia, mi amiga que vive en los departamentitos junto a la pizzería, llegó a mi casa toda golpeada y llorando.

Rosario: –¡Otra a la que ­asaltan!

Amparo: –Nadie la asaltó. Fue su marido: le dio una golpiza tremenda. Ella tuvo miedo y corrió a refugiarse conmigo.

Rosario: –¿Tiene huesos rotos, heridas?

Amparo: –Una, pero ya sabes que las cejas son muy chismosas y con cualquier golpecito sangran mucho. De casualidad ¿no tendrás por allí pomada de árnica?

Rosario: –Sí, la compré para Jaime. Cuando le da por jugar futbol con sus sobrinos regresa lastimado. Tómate el agua. Es buen remedio para los sustos.

IV

Amparo (frente a su ­departamento en compañía de Rosario): –La llave gira bien, pero no puedo abrir la puerta. (A gritos.) Julia, ¿estás bien?

Julia –Sí. (Abre.) Atranqué la puerta con una silla por si aquel venía.

Rosario: –Mira nada más cómo te dejó el infame.

Julia: –Creí que iba a matarme.

Amparo: –¿Estaba borracho, discutían?

Julia: –Desde que juró en La Villa no ha tomado ni una gota, y palabra que no estábamos peleando. Yo iba a poner las noticias cuando me dijo: Voy a salir. Ya no aguanto el encierro. Le aconsejé que no fuera tonto arriesgándose. Insistió. Le grité: Loco, y de buenas a ­primeras empezó ­golpearme. Por meterle una cachetada me fui de boca y me caí. Ya en el suelo él siguió pegándome. Tuve miedo y me salí de la casa corriendo. Por un rato no pienso volver. Mi marido no sabe estar solo, va a sufrir.

Amparo: –Es su culpa.

Rosario: –O a lo mejor es del virus.