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En defensa propia

Desde arriba y desde abajo

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▲ Movilización policiaca y militar tras el estallido de un auto bomba en Celaya.Foto Cuartoscuro
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uando la cabeza de un sistema político y administrativo demuestra con hechos evidentes que es la promotora, encubridora y beneficiaria de la corrupción y del saqueo del país, ese ejemplo, en razón de su nivel y jerarquía, habrá de propiciar la debacle moral en todos los ámbitos y niveles de la vida pública y privada de su comunidad.

Por ese motivo, combatir a la inmoralidad pública, desde arriba, tiene sentido y lógica indudables; ya que es ahí donde se cuenta con la fuerza, la autoridad y los instrumentos para pervertir y dislocar la esencia del poder y las estructuras que lo componen, convirtiéndolo en simple botín de cinismo y desvergüenza que tendrá necesariamente que permear en la población, como ocurre en la familia y en cualquier actividad profesional, empresarial o pública.

Esa obligación primigenia de combatir la inmoralidad hasta los más altos niveles, es obligatorio refrendarla, en igual forma y con semejante prioridad, por parte de todos los niveles de gobierno y en todas sus jerarquías; mediante un compromiso auténtico, evidente y comprobable; pero ahora desde abajo, donde se encuentran las inmensas mayorías y ­donde la tragedia social que vivimos nunca habrá de resolverse; el enorme daño que sufrimos seguirá profundizándose si no se le contiene de inmediato y en forma contundente.

Esta crisis desmesurada se puede comprobar a diario en la vida comunitaria, donde aquel que se apodera del piso de un territorio físico y poblacional se convierte en dueño de ese ámbito, de las personas que ahí se encuentran, de su patrimonio y de los delitos y los despojos que ahí ocurren. Esos señores territoriales del delito son la verdadera autoridad que administra y se beneficia de los abusos y la indefensión; son los que controlan calles y banquetas; se apropian de los recursos de la corrupción en el ambulantaje; se apoderan de vidas y patrimonios en las unidades habitacionales; invaden inmuebles; controlan transportes ilegales; administran la prostitución y el tráfico de drogas; asaltan a transeúntes y a pasajeros, dominando así el inmenso mosaico de c á rteles delictivos del país.

Para que esa masacre aniquilante se pueda dar, las autoridades que están en contacto directo con la población son las principales responsables de ello, ya que los policías, los inspectores, las burocracias de barandilla y sus jefes significan el único poder oficial real y tangible para 99 por ciento de los habitantes de esta nación; es por eso que, abajo es donde se halla el origen, la causa y el resultado palpable de lo que es un sistema político y un gobierno; esa es la realidad cotidiana en la que todos sufrimos la interminable gama de abusos, saqueos, humillaciones y violaciones, sin que el inmenso monstruo de la burocracia y sus engreídas e insensibles jerarquías, sus legisladores, sus ministerios públicos y sus tribunales, salvo excepciones, hagan algo tangible para revertir tan perversa situación.

Frente a ese universo permanente de agresión y delitos, a los ciudadanos sólo les queda atrincherarse tras puertas blindadas, ventanas enrejadas, garajes enjaulados, calles cerradas, aparadores protegidos y cualquier elemento que permita la defensa propia de las víctimas ante los mafiosos territoriales que se pavonean por las calles, encubiertos por policías y funcionarios que los protegen, los defienden y comparten con ellos botines y saqueos.

En ese entorno es como se educa a diario y con el ejemplo a nuestra niñez y juventud, que aprende en la escuela de la vida cotidiana las reglas de la inmoralidad, la colusión y el doble lenguaje, que irremediablemente se revierten a diario contra quienes así destruyen su presente y su futuro.

Ese es el mundo de a deveras; así es la realidad que a diario se nos viene encima; ahí está la esencia de la derrota social y comunitaria que los habitantes de este país sufren desde hace décadas. Ahí es donde el cambio debe percibirse, si es que realmente se quiere devolver a las comunidades sus más elementales derechos de convivencia.

Para lograrlo es indispensable frenar, controlar y sancionar a esos delincuentes y a sus cómplices burocráticos. Para ello es imprescindible contar con una ley nacional de cultura y justicia cívica, que se aplique localmente en todo el país y en la cual, la reparación del daño a las víctimas sea el paradigma, y también sea una prioridad absoluta establecer la responsabilidad penal de burócratas, policías, ministerios públicos y jueces venales e incompetentes.

En ese modelo se debe identificar a los delincuentes reincidentes y profesionales; resguardar las áreas críticas de inseguridad, preservando los derechos elementales a la convivencia, y el respeto a todos los grupos vulnerables, para que la protección auténtica a las víctimas quede plenamente reconocida. Sin ese marco legal indispensable no podrá iniciarse el gran cambio en nuestra sociedad, al que todos aspiramos. Tanto desde arriba como desde abajo.

*Fiscal general de la República