Opinión
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Manuel Azaña y don Isabelo
A

muchos españoles les da trabajo reconocer la grandeza de la ayuda mexicana de que fueron objeto miles de paisanos suyos de antaño, a partir del triunfo de los franquistas en 1939.

Según estudios cuidadosos, fueron unas 130 mil personas las que, gracias al gobierno mexicano, se salvaron de morir o, al menos, de pasarla mal, pero muy mal. Debe considerarse que no tan solo abrió las puertas a los refugiados, sino que, además, los fue a buscar a Europa y los ayudó a huir de ella.

También tiene que tomarse en cuenta a los muchos miles que, de una manera o de otra, ¡alcanzaron a llegar a México! ¡más que a todos los demás países de América juntos!

A ello hay que agregar lo que hicieron motu proprio, el embajador Luis I. Rodríguez, durante el año de 1940 y, desde principios de 1939 hasta fines de 1942, el cónsul Gilberto Bosques y los colaboradores de ambos en sus respectivas trincheras: mucho más que lo esperado de ellos, para proteger a quienes eran reclamados o perseguidos por los fascistas y los nazis.

De todo ello pretenden hacer un importante descuento no pocos españoles e hispanofílicos. Me he topado con quienes aseguran, con ese aire de sabelotodo característico, que refugiados españoles no fueron más de 10 mil… También he oído asegurar que el recibimiento no fue tan bueno como se dice. Después, por lo que se refiere a algunos de sus descendientes, ahora resulta que es México quien debería estar agradecido con ellos por haber venido, a cambio de lo cual sólo les pudo ofrecer la vida y la posibilidad de ganársela con decoro…

También resulta que un tal Isabelo Herreros, presidente de una Asociación Manuel Azaña, con sede en Madrid, asegura que el embajador Rodríguez, exagera sobre la ayuda que le proporcionó a Azaña, haciendo caso omiso de que, pistola en mano, hizo que el esbirro español Pedro Urraca, junto con otros dos como él, debidamente armados, haciendo gala de su valor habitual cuando no tienen ventaja abrumadora, huyeran como gamos.

El tal Herreros también se hace mage para evitar reconocer que Azaña murió en territorio diplomáticamente mexicano y niega, lo que el embajador y varios testigos aseguran, de que la misma bandera tricolor que ondeó en el balcón de la recámara donde falleció el susodicho, cubrió su féretro al llevarlo al cementerio municipal. Tampoco alude a la barrera de pechos mexicanos que encabezaron el duelo para evitar que el prefecto hiciera buena su amenaza de disolver el cortejo.

Don Isabelo sencillamente invalida las informaciones referidas por Rodríguez, tanto en sus memorias como en los informes oficiales –y hasta secretos– que estuvo enviando a México, como era su obligación. Seguramente él tiene otros datos

Por lo que se refiere a mi información, que rechaza por superficial en sus declaraciones a Proceso (2250, pp. 62-63), don Isabelo pierde de vista que fui director general de Archivos y Bibliotecas de la Secretaría de Relaciones Exteriores durante más de ocho años y que en ese tiempo vivían, ya retirados, actores que fueron de la diplomacia mexicana durante aquellos tiempos bélicos. Además de Gilberto Bosques, a quien tuve el privilegio de rendirle uno de los últimos homenajes de su vida, tuve la oportunidad de conversar, entre otros, con Alfonso Castro Valle, tercer secretario de la embajada en Francia (1939-1942); Antonio Haro Oliva attaché militaire, quien se hizo cargo espléndidamente de la protección de Azaña, y otros más que frecuentaban mi despacho. También debo decir que, como historiador profesional que soy, el tal Chabelo podría suponer que cuando digo que la burra es parda es porque tengo los pelos en la mano.