Opinión
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Mar de historias

Solos de clarinete

S

abía que no iba a poder mostrarme serena si le daba la noticia de viva voz a mi hermana Leonor, por eso decidí, antes de su llegada a la ciudad, ponerla al tanto de la situación a través de un mensaje. Escribí varios sin éxito. No encontré una forma suave para informarle de algo que, como a mí, iba a dolerle hasta lo más profundo: nuestra casa había sido demolida.

Me enteré por accidente. Un viernes en la noche, al regresar de mi trabajo, el chofer de la micro nos dijo que iba a salirse de la avenida –congestionada al punto de la parálisis– para seguir por calles interiores con menos tráfico. El cambio de ruta, que causó molestia entre los viajeros, para mí fue muy alentador: podría ver, aunque fuese de lejos, la que había sido la casa de mi familia durante cuarenta años.

Mientras nos acercábamos a mi antiguo domicilio recordé algunos detalles que le daban aspecto algo provinciano: las pinturas con paisajes tropicales, el severo tic tac de un reloj de pared, la abundancia de espejos biselados, los floreros llenos de nardos o gladiolas, las imágenes de bulto alternando con retratos vestidos de otros tiempos. Algo muy especial de aquella casa era la luz. Filtrada a través de los vidrios lechosos de la puerta, abrillantaba los mosaicos blancos y negros que convertían el piso de la estancia en un inmenso tablero.

II

Aquel viernes, mi vecina de asiento en la micro dormitaba y no dudé en echarme literalmente sobre ella para acercarme lo más posible a la ventanilla, a fin de ver mejor lo que tantas veces había imaginado: la construcción de una sola planta, hecha de cantera rosa, con rejas blancas y dos rosales custodiando la entrada. En su lugar encontré algo que me provocó desconcierto e incredulidad: un hueco protegido por una barrera hecha de tablones desiguales, encimados. En uno leí el aviso: Terreno en venta.

Incapaz de aceptar la realidad, pensé que me había confundido. No era así. Me encontraba en mi calle, en contraesquina de la iglesia, junto a la agencia de automóviles, cerca de la farmacia. Todo permanecía en su sitio, excepto mi casa, nuestra casa.

Años atrás, cuando por circunstancias adversas tuvimos que venderla, tomamos en cuenta la posibilidad de que su nuevo dueño le hiciera algunos cambios, como ampliar el garaje, ponerle un enrejado más alto o sustituir los rosales por duendes de terracota, pero nunca consideramos la eventualidad de que él, o sus herederos, optaran por demolerla. Para eso jamás nos preparamos.

III

Fue una noche de insomnio y malestar agravado por el temor a que mi hermana me llamara y de que, incapaz de controlarme, le dijera lo que acababa de encontrar. Aunque reconocía en el dueño de la casa su derecho a hacer con ella lo que quisiera, tuve una reacción infantil: sentí rencor hacia el hombre que al mandar demoler techos y paredes había destruido historias y recuerdos.

Me refugié en uno muy grato: las tertulias sabatinas organizadas por mi abuelo a las que acudían sus amigos músicos. Todos autodidactas y notables intérpretes de danzones y boleros veían reflejado en las reuniones algo de su mundo y en nuestra casa el mejor de los escenarios.

Con motivo de las tertulias, desde muy temprano se intensificaba la actividad en la cocina –amplia, con tragaluz y protegida por San Pascual. Durante las pausas musicales, las mujeres salían de allí con charolas llenas de botanas que llenaban la casa de otros aromas: el de los condimentos que se mezclan también con los recuerdos.

Por lo general, siempre al anochecer, se interrumpía el concierto para que Zaira (polvos de arroz, vestidos con una larga historia), la memoriosa declamadora, exhibiera su disposición a estremecerse o llorar en ciertos pasajes de sus poemas predilectos. Los aplausos de la concurrencia eran espontáneos y sinceros; sin embargo, a quienes entonces éramos niños, tanta emotividad nos causaba risa y, para no cometer una descortesía con la declamadora, huíamos a algún rincón de la casa para desahogarnos con libertad.

IV

El broche de oro de aquellas tertulias eran los solos de clarinete a cargo de don Fausto Bermúdez, un viejo solitario, ya casi ciego, que llevaba en el bolsillo de su saco un recorte de periódico con la reseña de su única actuación como solista. Al término de su actuación comenzaban las despedidas y las promesas de un nuevo repertorio para la próxima sesión.

Algunas veces, llevada por la emoción y la nostalgia, fui a ver la casa. Nunca me atreví a pedir permiso de entrar, aunque me hubiera encantado recorrer la sala –siempre olorosa a nardos– donde, lento y como ajeno al tiempo, sonaba el tic tac del reloj. Habría sido feliz al subir las estrechas escaleras que conducían a la amplia terraza y a la habitación que era también estudio y biblioteca. Estantes. Un retrato a lápiz firmado por un artista inolvidable. Una cortina de brocado decolorada por el sol.

En cuanto llegó a la ciudad, Leonor quiso comprobar la noticia que había recibido en mi mensaje y me pidió que fuéramos a ver el terreno donde había estado nuestra casa. En cierta forma la reconstruyó citando nombres y momentos gratos. Al fin se dio cuenta de que nuestra permanencia allí, además de dolorosa era inútil, y nos alejamos. Quedó atrás y para siempre cuanto había sido clave de nuestra vida: los rosales, el tablero bicolor de la estancia, el aroma de los nardos, San Pascual y, envolviéndolo todo, los prolongados solos de clarinete.