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Mar de historias

El regreso de Conde

D

esde el asiento trasero del coche, Diego ve al cachorro zigzagueando entre los vehículos que circulan por la avenida y le suplica al chofer que se detenga para no atropellarlo. El taxista acepta la petición y se asoma por la ­ventanilla:

–Es un caniche. Se ve que anda perdido. (El claxon de un automovilista impaciente lo obliga a circular.) No sé a usted, pero a mí me encantan los animales. Siento feo pensar en los que murieron durante los incendios en Australia, y más todavía en los que se quedaron sin dueño, como ese osito que apareció la otra noche en la tele. Al verlo con sus patas quemadas casi me pongo a llorar. (El conductor frena de golpe.) Por venir platicando no me di cuenta de que ya llegamos. Buen día y ¡suerte!

Diego baja del taxi en la esquina del parque. Por los senderos pasan deportistas que trotan seguidos por sus mascotas: le recuerdan al caniche extraviado. A menos que sufra un accidente, es muy probable que logre volver a su casa. Conde lo hizo cuando también era pequeño.

II

Diego recuerda las circunstancias adversas por las que Conde llegó a su vida: Armando y Eugenia –una pareja de vecinos– se habían conocido en la fábrica de pinturas donde trabajaban. Por desgracia, al cabo de algún tiempo, el negocio fracasó y quedaron desempleados. Después de un año su crisis económica se agudizó al punto de que ya no pudieron pagar la renta de su vivienda y no hubo más remedio que dejarla. Los padres de Armando se mostraron dispuestos a recibirlos en su departamento, pero sin Conde: en el edificio Mely estaban prohibidas las mascotas. Amargados por la inminente separación de su perro pomerania, Armando y Eugenia dedicaron sus últimos días en la colonia a buscarle un hogar digno a Conde. No pudieron encontrárselo debido, sobre todo, a la generalizada crisis económica.

El asunto fue tema de conversación entre los vecinos: algunos sugirieron a los dueños del pomerania que lo llevaran al campamento canino en espera de adopción; otros, los menos, que lo regalaran a la veterinaria. No faltó quien dijera: Ábranle la puerta y que se vaya. Son animales listísimos, algo encontrará. Diego, que siempre se había sentido profundamente atraído por el animalito, sin consultarle a sus padres, se ofreció a adoptarlo.

III

La inesperada aparición del nuevo huésped en su casa tomó a Remigio y Sara por sorpresa y en mal momento: estaban muy angustiados a causa de un diagnóstico médico que concernía a un pariente cercano. Remigio llamó a Diego irresponsable y egoísta: Sabes cuánto se mata tu madre y aun así le das más trabajo. Eso no voy a permitirlo. El perro se va. ¿A dónde? No me importa, pero aquí no lo quiero.

Sara trató de ser más ecuánime: Los perros necesitan cuidados, salir dos veces al día y yo no voy a poder sacarlo, no tengo tiempo.

El niño se disculpó mil veces, pero sin renunciar a su decisión. Para fortalecerla dijo lo que siempre había callado: “Nunca me dejan salir porque dicen que me pueden secuestrar. Me paso todas las tardes solo, bien triste, mientras ustedes están en el trabajo. Necesito la compañía de alguien, por ejemplo de Conde.

Como resultado de su elocuencia, esa noche Diego compartió su habitación con su primera mascota, pero sin saber cómo ganarse su confianza, pues el pomerania –a pesar de haberlo visto muchas veces– se mantenía junto a la puerta y cuando él se le acercaba para acariciarlo el cachorro lo repelía mostrándole, fiero, sus dientes.

IV

A lo largo de varios, días Conde se mostró inapetente y desconfiado, ajeno a todo estímulo, arañando la puerta mientras aullaba. Diego fue muy paciente y con sus manifestaciones de cariño pudo ganarse primero la confianza, y después el afecto del perrito que, con sus gracias y manifestaciones de inteligencia, conquistó espacios y el derecho a privilegios compensatorios de las sosas croquetas: pedacitos de pan dulce o de carne, una tostada...

Concluida la primera etapa de adaptación, hubo otro cambio: Remigio y Sara dejaron de referirse a él como a ese perro y le devolvieron su nombre, pero adornado con adjetivos cariñosos –hermoso, lindo, encantador... – aun cuando estuvieran refiriéndose a él como el autor de un hurto: “Conde hermoso: devuélveme mis lentes”.

V

Un viernes, al volver de la escuela, Diego encontró en su casa a Eugenia y Armando. El moti-vo de la visita era cumplir su sueño de recuperar a Conde. El edificio Mely había cambiado de administrador y el nuevo había decidido destruir el odioso letrero: Se prohíbe tener mascotas. Diego, fulminado por la noticia, después de unos minutos de silencio, quiso impedir con protestas y gritos la partida del pomerania. Sus esfuerzos resultaron inútiles y tuvo que sufrir el tormento de ver a Conde alejarse en brazos de sus antiguos dueños.

En aquella hora amarga jamás imaginó que semanas después, al regresar del cine con sus padres, recuperaría la felicidad al encontrarse a Conde ovillado a las puertas del edificio, esperándolos. Las expresiones de dicha y de cariño fueron mutuas. “Conde, tienes las patas llenas de lodo. Me estás ensuciando la cara”, “Conde, no saltes: me vas a tirar.”

VI

Después de haber llevado una vida muy grata, Conde murió a los once años de edad. Fue incinerado en una veterinaria. La urna con sus cenizas se encuentra en el cementerio de los animales. Diego raras veces lo visita, pero lo recuerda siempre. Hermoso, mira, es para ti: ¡un hueso! Lo hiciste muy bien: te mereces un premio.Conde, ya no te escondas y vamos a jugar.”

Coda

Pablo ve el reloj: once y media de la noche. Lleva más de cuatro horas escribiendo. Es suficiente. Necesita descansar. Mañana temprano revisará el texto y al mediodía lo enviará a la editorial bajo el título de “El regreso de Conde”. Serie Infantil: Historias de Animales.