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Guerrero, la violencia que no cesa
E

l múltiple asesinato cometido el pasado viernes contra una decena de indígenas pobladores de Alcozacán, en el municipio de Chilapa, Guerrero, es un nuevo eslabón en la larga cadena de violencia que golpea a la Montaña Baja de ese estado, pero también a otras zonas de una entidad que la delincuencia organizada ha escogido como escenario de sus cruentas guerras. Éstas, sumadas a las desigualdades, los cacicazgos, los abusos de poder y los conflictos por tierras en un contexto de carencias desatendidas, han acabado por darle al suelo guerrerense un clima de permanente conflicto.

En esta ocasión todo indica que los ejecutores de la matanza fueron integrantes del grupo criminal Los Ardillos, quienes mantienen una sangrienta pugna contra sus homólogos y enemigos Los Rojos por el control de un área considerada clave para la producción y el trasiego de drogas. En cuanto a los victimados, mayoritariamente eran integrantes de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de los Pueblos Fundadores (CRAC-PF), blanco frecuente de Los Ardillos (el año pasado, el grupo armado asesinó al menos a 28 personas de la Coordinadora, según la Policía Comunitaria de la misma). No es la primera vez que la CRAC-PF sufre los embates de Los Ardillos, en sus intentos por impedir el asentamiento de éstos en la región: emboscadas o incursiones que culminaron en secuestros, torturas y asesinatos en comunidades como Xicotlán, Alcozacán, Tula, Buenavista, Zacapexco, Tlachimaltepec, Chilapa de Álvarez y aledañas, vienen siendo una constante en la accidentada vida cotidiana de la zona.

La actividad de las bandas es prácticamente constante, aunque a escala nacional trascienden sólo los episodios más aparatosos por su magnitud o por sus resultados. En agosto de 2018 más de un centenar de pobladores de Chilapa, Tixtla y Mártir de Cuilapan se juntaron para emigrar masivamente a otros puntos de la nación o a Estados Unidos, hartos de crímenes y balaceras. En enero de 2019 una agresión de los Los Ardillos contra policías del Sistema Comunitario de los Pueblos Originarios dejó 12 muertos y varios heridos en Zoyapezco, municipio de Chilapa. Y cuatro meses después, a finales de mayo de ese año, la CRAC-PF emprendió una campaña de persecución del grupo criminal, al que acusaba de haber dado muerte a dos de sus policías comunitarios. Para octubre, sin embargo, unos 500 sicarios de Los Ardillos sitiaron Rincón de Chautla –otra comunidad de Chilapa– afirmando que pretendían atacarlo, en una acción que presagiaba una masacre y que afortunadamente no pasó a mayores. Pero alrededor y en medio de estos sucesos, hubo decenas de hechos violentos que si bien no ocuparon planas en los periódicos, sí continuaron afectando vidas, integridad y bienes de miles de pobladores guerrerenses.

Con frecuencia, habitantes de las comunidades han señalado una presunta colaboración de diversas autoridades con los grupos criminales, y a eso atribuyen los escasos resultados que se obtienen a la hora de reducir, y mucho menos acabar, con la violencia. Ahora, tras el nuevo asesinato masivo, los coordinadores de la CRAC-PF denuncian que el gobierno estatal no ha entregado a sus familiares los cuerpos de los victimados, lo que ha estimulado el descontento de deudos y vecinos. Éste crece, además, porque una vez más la Fiscalía General del estado anuncia su compromiso de llevar a cabo la clásica investigación exhaustiva, que a decir de los residentes raras veces va más allá del tono meramente declarativo.