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U

no de los últimos párrafos en el libro póstumo de Oliver Sacks, Cada cosa en su lugar: primeros amores y últimas anécdotas (según traduzco el título del original inglés), está dedicado al recuerdo de una tía del autor. Aunque se trata de una mujer nacida a finales del siglo XIX, los pesares que la han traído a la memoria última de Sacks se parecen tanto a los míos, y me temo que a los de más de una persona de mi generación, nacida a mediados del siglo XX, que no puedo evitar recogerlos en estas páginas. Lo hago a manera de rendir un homenaje más a Sacks, y de paso uno a su tía, que supo expresar en palabras sencillas el efecto que conceptos complejos pueden tener en la gente sensible del mundo, de cualquier época, de cualquier condición, de cualquier circunstancia, de cualquier lugar. Aquí me refiero específicamente al concepto de evolución, que es un sinónimo de civilización, que es un reflejo del paso del tiempo, del resultado continuo de la interminable y permanente búsqueda de conocimiento del hombre, conformada en avances en todas las áreas del saber y del hacer.

Así, escribe Sacks: “Cuando mi tía favorita, Len, estaba en sus ochentas, me comentó que a ella no le había costado mayor esfuerzo adaptarse a todo lo que era novedoso en su tiempo, como los aviones, los viajes espaciales, el plástico y demás, pero que, igualmente cierto, no se podía acostumbrar a la desaparición de todo lo anterior. ‘¿A dónde fueron a dar los caballos?’, me preguntaba de tanto en tanto. Había nacido en 1892, y había crecido en un Londres recorrido por caballos y carruajes. A mí me sucede algo parecido. Hace algunos años, caminaba con mi sobrina Liz por Mill Lane, un callejón cercano a la casa donde yo había crecido. Me incliné sobre la barda de un puente que atraviesa la vía de tren desde la cual, de niño, me gustaba asomarme hacia abajo y ver los rieles. Vi pasar varios trenes eléctricos y diesel, hasta que después de un rato, Liz, impaciente, me preguntó qué estaba yo esperando. Le contesté que lo que estaba esperando era ver pasar un tren de vapor, respuesta que la hizo mirarme como si yo estuviera loco. Y me informó: ‘Tío Oliver, los trenes de vapor se acabaron hace más de 40 años’. Sucede que yo no me he adaptado tan bien como mi tía a ciertos aspectos de lo nuevo, quizá porque el ritmo del cambio social que se asocia a los avances tecnológicos ha sido demasiado rápido y demasiado profundo. No logro acostumbrarme a ver a millares de gente caminar alegremente por la calle, en medio del tráfico, mientras escudriñan unas pequeñas cajas que sostienen frente a la cara, totalmente indiferentes a lo que sucede a su alrededor. Cuando veo pasar parejas de padres jóvenes concentrados en sus teléfonos celulares, me alarma la falta de atención que prestan a los bebés o a los chiquitos con los que caminan o a los que pasean en sus carriolas. Estos niños, incapaces de atraer la atención de sus padres, sin duda se sienten descuidados, y estoy seguro de que, con el paso del tiempo, los efectos de este abandono se manifestarán.”

Llamé pesares a las aflicciones que experimentaba tanto la tía de Oliver Sacks como él mismo ante los avances tecnológicos de nuestra época. Pero ahora que traduzco el texto de Sacks y que reflexiono en el término pesar, pienso que sería más acertado sustituirlo por la palabra nostalgia. Sí, es cierto que lo que nos provoca nostalgia nos causa pesar; pero la nostalgia, me parece, tiene menos posibilidades de evaporarse y desaparecer que los pesares. La nostalgia es más inasible que los pesares. La nostalgia es tan inasible que no se puede numerar. No se puede sostener que alguien padezca una nostalgia, o dos, o tres. Padece nostalgia y punto. O padece de nostalgia y punto.

Y, como yo padezco de nostalgia, al igual que mucha gente, debo advertir, aun cuando sea con pesar, que, además de inasible, se trata de una segunda naturaleza y que, por tanto, es imposible de erradicar.