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La inquina de España hacia Cataluña
N

uria Mora Soler murió el 8 de octubre de 1942 sin haberse enterado siquiera de que había vivido. Tenía seis meses de edad y viajaba con sus padres en el Nyassa, un barco portugués fletado especialmente para traer refugiados ibéricos a Veracruz. Era el tercer viaje de esta nave con tal propósito, lo cual le concede la categoría de haber sido la que aportó un número mayor a tierras mexicanas. A Nuria sólo le faltaron ocho días para llegar, pero no lo logró a causa de las privaciones que padecieron sus progenitores y ella misma desde que vino al mundo.

La pobre madre sintió el deseo de rendirle un tributo especial a su hijita antes de que se quedara para siempre en medio del océano: para ello sacrificó de su mísero equipaje una blusa roja y otra amarilla. Hizo con ellas nueve tiras de un par de pulgadas de ancho y, cosidas con cierta premura, le dio la forma de la milenaria bandera de los catalanes: cinco franjas amarillas y cuatro rojas. Con ella cubrió el cuerpo de la bebé.

Pero hete aquí que afloró la hidalguía de los valientes españoles para impedirlo. Aun flagelados por la derrota que les habían infringido los fascistas y los apuros pasados en Francia, en vez de esperar con paciencia la tierra mexicana, un grupo enardecido que capitaneaba un tal Jesús Herrera, de quien nunca hubo otro motivo de mención y, por ello, sólo pudo alardear de su hazaña en alta mar el resto de sus días: encabezar a un nutrido contingente que amenazó incluso con echar al mar a la madre de la criatura y a quienes la secundaran, si no retiraban el improvisado lábaro.

Un sexenio antes, siendo presidente de la República Española, Manuel Azaña Díaz, quien gozó del privilegio de morir tranquilamente bajo la protección de la bandera mexicana, llamado por algunos paladín de la democracia, afirmó sin que se le cayera la cara de vergüenza que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años a efecto de mantenerla sometida y conservar aplastada su personalidad singular.

En 1999 falleció en Guadalajara, Josep M. Murià i Romaní, reconocido como catalán de pura cepa. Entre muchas esquelas de buen tamaño que aparecieron en los periódicos locales dispuestas por un cúmulo de importantes instituciones públicas y privadas que no se permiten hacerlo con modestia, apareció una pequeñita, escrita en su idioma nativo, que encargó el Centro Catalán de Guadalajara, a pesar de que entonces ya casi estaba en su fase terminal.

Pues bien, no faltó un grupo capitaneado por un tipejo de nombre Andrés Lozano, residente en Jalapa, quien protestó airadamente por tener que soportar una vez más la presencia de ese idioma.

Supongo que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara que, en 2004 tuvo a Cataluña como país invitado, lo mismo que la de Historia y Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que se llevó a cabo en la Ciudad de México en 2009, dejaron complacida a la caterva y ahora deben estar felices con la salvaje represión que la barbarie españolista ha implementado en la propia Cataluña, donde una mayoría de ciudadanos ya se ha manifestado en favor de independizarse de una España cada vez más franquista.