Opinión
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Del neoporfirismo a la traición
D

esde hace tal vez tres décadas el timón de la República procedió a emproar la nave en dirección de las mismas aguas que habían dado lugar, a comienzos del siglo XX, a que emergiera con gran fuerza lo que conocemos como la Revolución Mexicana.

Primero en voz baja, pero con el tiempo, a pleno pulmón, volvió a proferirse aquel famoso ¡laissez faire laissez passer! que caracterizó a ese liberalismo a ultranza, inconveniente a todas luces para una sociedad tan contrastada, desequilibrada y diversa como la nuestra.

No fue gratuita aquella explosión social que cambió el rumbo del país y dio lugar en buena parte al impresionante desarrollo mexicano al mediar la centuria pasada.

Pero a fines del siglo XX las fuerzas de orden y progreso volvieron por sus fueros, lo que culminó con el triunfo del Partido Acción Nacional y el inicio de aquella nefasta docena trágica encabezada por los patéticos Fox y Calderón.

Hartos de aquello, muchos aplaudimos de nueva cuenta la idea de que el Partido Revolucionario Institucional (PRI), con todo y sus prácticas viciosas, volviera a dirigir los destinos de la patria. Pensábamos –igual que ahora– que los principios de su nacionalismo revolucionario, enarbolados antaño por el tricolor, seguían siendo válidos, de la misma manera que todavía está vigente un crecido porcentaje de los famosos Diez Mandamientos o, incluso, de los cimientos del cristianismo.

Abrazamos la candidatura de Enrique Peña Nieto y hasta trabajamos con ahínco para que saliera triunfante. ¡Oh infeliz desengaño! Su gobierno resultó ser, en la realidad, la culminación de la reversa que se había emprendido sexenios atrás.

Aparte de una corrupción que superó lo imaginable y de un réprobo entreguismo de la nación a capitales enemigos de nuestra naturaleza, como los españoles, tampoco hizo nada respetable para la solución de problemas que se acrecentaron sobremanera con sus indignos ­antecesores.

La gran traición de Peña Nieto al PRI, se puso de manifiesto con la entronización en el mismo de un tal Ochoa Reza quien, antes de tomar posesión no había pasado ni siquiera cerca del barrio donde se yerguen las oficinas principales del dicho instituto político. Exquisito, incompetente e ignorante, el sujeto desempeñó bien la tarea de crear boquetes bajo la línea de flotación del tricolor.

Pero cuando, finalmente, Peña exhibió sin tapujos su verdadero talante antipriísta, al término de su gobierno, fue cuando sugirió que el partido de la revolución cambiara sus colores, su nombre y ¡su ideario! Ello fue ratificado explícitamente, con el mayor cinismo, por la muy distinguida señora de cuatro apellidos –como en los buenos tiempos porfirianos– que encabezó el partido después de la debacle, quizá con la pretensión de darle de una buena vez cristiana sepultura.

En suma, la gestión de Peña Nieto fue, ni más ni menos, una cabal traición a quienes creímos que, estando él a la ­cabeza del gobierno, se recuperaría parte de lo perdido y, al menos, nos liberaría de la rémora que se había incrustado en la gran maquinaria oficial gracias a Fox y a Calderón. Pero no fue así: más bien la acrecentó.

Peña, al menos, a diferencia de sus antecesores, hasta ahora ha tenido la decencia de mantener la boca cerrada, dedicado sólo a pasarla bien, a bailar y demás, mientras que los otros dos no han tenido siquiera la vergüenza de mantenerse callados y evitar el ridículo.