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Leer sin comprender
U

n título en la primera plana de La Jornada de ayer es devastador: En dos décadas, sin avance la lectura de alumnos mexicanos. En páginas interiores, Laura Poy Solano informa que en las pasadas dos décadas México no tuvo avances significativos en la mejora de los aprendizajes de lectura en los alumnos de 15 años que concluyeron su formación básica.

Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), mediante su Programa Internacional para la Evaluación de los Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés), el país ocupa el penúltimo lugar en comprensión lectora de los 37 que conforman el organismo. En el alumnado de 15 años que terminó la formación escolar básica, 55 por ciento obtuvo el mínimo de competencias para identificar la idea principal de un texto de longitud moderada. Es decir, no adquirieron las habilidades que les permitan dialogar con lo leído, hacer interrogantes, sacar conclusiones, tener una posición argumentada y apropiarse de la información para generar conocimientos.

La fortaleza de un sistema educativo debe reflejarse en la creación de comunidades lectoras. Este ha sido uno de los retos permanentes que ciclo tras ciclo de la historia nacional se presenta y sobre el que se hacen diagnósticos y buscan soluciones. Sin embargo, en México, lo sabemos, la lectura consuetudinaria es una práctica de un bajísimo porcentaje de la población.

Las razones por las que una sociedad lee más que otra, incluso teniendo similares indicadores de bienestar económico y social, son variadas y no es posible responder mecánicamente ni dar recetas aplicables en cualquier contexto. Por ejemplo, en ¿Por qué es un problema la lectura? ( Este País, enero de 2012), Juan Domingo Argüelles consigna la que algunos llaman falta de disposición de los mexicanos para leer buenos libros. Critica dicha óptica voluntarista y la contrasta con el caso español, donde sólo 3 por ciento de sus alumnos [alcanza] el nivel más alto de resultados de la prueba OCDE-PISA, en destreza lectora, y el hecho de que su índice de lectura esté a la cola de Europa. O sea, mayor escolaridad y capacidades económicas para hacerse de libros no necesariamente resultan en amplios porcentajes de quienes leen por el gusto de hacerlo.

El gusto por la lectura es posible de ser adquirido en el entorno familiar mediante el sencillo ejemplo de ver leer a otros, escuchar cuentos y fábulas, tener acceso a unos cuantos libros. Pero, ¿y si, como en la mayoría de los hogares mexicanos, los menores no tienen a su disposición estos recursos que podrían socializarlos y naturalizar el hábito lector? De ser así, como lo es en millones de niños y niñas, entonces el otro espacio vital para contagiar la práctica lectora cotidiana es la escuela. ¿Y qué si los centros escolares no fomentan en el alumnado leer para ir haciendo crecer el cúmulo epistemológico que permite relacionar nuevos conocimientos con otros ya internalizados? Bien sabemos que, en general, la orientación escolar nacional va por favorecer una pedagogía memorizadora y no un enfoque activo, en el cual se aprenda a construir conocimientos con el sencillo arte de hacerse preguntas. Aprender a cuestionar abre nuevos cauces cognitivos.

Entender lo que se lee es una habilidad que se da, supuestamente, de forma acumulativa conforme se avanza en la pirámide escolar. Es verdad, relativamente. Múltiples investigaciones muestran que alumnos de bachillerato y universitarios entienden fragmentariamente lo que leen y sin comprensión de lo que se les pregunta son vacilantes en las respuestas. Aprender a leer es, entre muchas otras cosas, multiplicar el conocimiento de términos que nos permiten comprender con mayor precisión lo expuesto en un escrito. Una cosa es descifrar palabras, muy otra desentrañar conceptos y categorías explicativas.

Leer, dialogar y comprender bien lo que leemos tiene relación ineludible con la vida cotidiana, entre la comprensión lectora y la experiencia de vivir hay vasos comunicantes. Para ilustrar lo anterior comparto con el estudiantado de mis cursos un breve texto que de forma hilarante plantea la relación entre entendimiento de las palabras y acción/inacción: ¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio (Ana María Shua, Naufragio, en Lauro Zavala, Relatos vertiginosos: antología de cuentos mínimos, Alfaguara, México, 2007, p. 68).

Nos estamos yendo a pique. Urge enderezar la nave para que los navegantes divisen otros horizontes.