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Aún preguntan: ¿Dónde están?…
 
Periódico La Jornada
Jueves 24 de octubre de 2019, p. 5

Rosario Piedra deslizó discretamente la caja de cuero con la medalla de oro en su interior hacia su izquierda, donde estaba sentado el presidente Andrés Manuel López Obrador. Éste la tomó, la abrió, mostró su contenido al auditorio, luego la cerró con cuidado y la abrazó. Junto con la medalla recibió un desafío: encontrar las respuestas institucionales que los gobiernos anteriores nunca supieron dar al grito incesante de las madres y familiares de cientos de desaparecidos políticos del Comité Eureka: “¿Dónde están? Porque vivos se los llevaron…”

Cargada de simbolismos, la ceremonia de entrega de la Belisario Domínguez a la luchadora social Rosario Ibarra de Piedra, a quien la senadora Ifigenia Navarrete llamó mujer símbolo, transcurrió ayer en dos esferas que nunca terminaron de fusionarse. Una, dentro del recinto del Senado de la República, donde se congregó el mundo de los políticos. Otra, la del patio central, donde decenas de mujeres sobrevivientes de esta épica lucha tuvieron que conformarse con seguir la ceremonia por las pantallas. Y donde siguieron gritando sus consignas, que desgraciadamente nunca dejaron de tener vigencia: Porque vivos de los llevaron, vivos los queremos.

En el presídium se cumplió cabalmente el protocolo de la entrega anual de una medalla que honra a un senador comiteco, Belisario Domínguez, quien le lanzó a la cara la verdad a un usurpador del poder, Victoriano Huerta, y por ello fue asesinado en 1913.

Al centro, un Presidente atento, grave. Junto a él, los representantes de los poderes: Senado, Cámara de Diputados, Suprema Corte. En las primeras filas al frente, otros políticos de primer nivel; de manera no muy usual, el secretario de la Defensa Nacional, general Luis Cresencio Sandoval.

En un extremo, un poco inhibida, una mujer de sonrisa dulce, siempre vestida de negro, Celia Piedra de Nájera, que vino desde Guerrero para atestiguar el reconocimiento de la República a su mejor amiga, Rosario, que fue como un timón para todas nosotras, las que sin saber muy bien cómo, andábamos de aquí para allá buscando a nuestros familiares.

Ella buscaba a su marido, el profesor Jacob Nájera. Rosario a su hijo Jesús. La última vez que vieron a ambos estaban en poder de los militares, uno en el Campo Militar Número Uno; otro, en el cuartel de Atoyac, Costa Grande. Esos dos casos, como tantos otros, siguen en la lista de pendientes de las fuerzas armadas.

En esa esfera del recinto había escaños vacíos. Sólo algunos legisladores siguieron atentos el discurso que, en nombre de su madre –la ex senadora Ibarra–, pronunció su hija Claudia y en el que plasmó el horror de un México doloroso que fue y no ha dejado de ser. Un México donde policías y soldados, por una decisión de Estado, arrasaron pueblos enteros y llenaron las cárceles de gente inocente. Donde “en las ciudades, las hordas de la Dirección Federal de Seguridad y la brigada blanca allanaban los domicilios, saqueando y golpeando a sus moradores”; donde las cámaras de tortura de los campos militares, las bases navales y aéreas, y en todos los centros clandestinos de detención, se tiñeron de sangre y retumbaban con los alaridos de dolor de las víctimas. Y todo ello, con la complicidad de los poderosos del sistema, los empresarios cómplices, sostén de estos malos gobiernos.

No eran pocos los políticos que escuchaban con desapego las palabras de la mujer menuda, vestida de terciopelo negro como solía vestir su madre. Ni siquiera reaccionaron cuando ahí mismo, frente a ellos, el discurso hizo una pública reivindicación de la lucha armada de la generación a la que perteneció Jesús Piedra: Ellos vieron la lucha armada como única respuesta a un régimen represivo, brutal y autoritario. Ellas, sus madres y esposas, también pelearon sus batallas. “No tomamos las armas… pero usamos todo lo que pudimos y tuvimos a nuestro alcance para arremeter contra las conciencias, para sacudirlas”.

Apenas hace dos meses una bancada entera de ese mismo Senado exigía la destitución de un funcionario, Pedro Salmerón, por haber llamado valientes luchadores a los guerrilleros que participaron en un operativo en el que murió el empresario Eugenio Garza Sada en 1973, mismo que en ese momento fue elogiado y calificado de hombre de paz, sin recordar que formó parte de un fuerte grupo de presión que exigía acabar con los insurrectos a sangre y fuego. Ayer ni siquiera relacionaron el hecho de que el hijo de Rosario Ibarra participaba de ese grupo insurrecto.

En las palabras precisas, veloces y nítidas de Rosario por conducto de Claudia se hizo también presente en la ceremonia a uno de sus siete nietos; uno que le confesó a la abuela que él guardaba rabia en su corazón, porque ustedes llevan más de 40 años esperando un gobierno justo ¿y qué ha pasado?

López Obrador volteó la mirada intensa hacia la oradora: Más de un año de ese gobierno, que creyeron firmemente que sería el añorado y con el cual no habría ningún obstáculo que salvar o acuerdo que negociar, como en antaño, y no ha sido así.

Se levantó la sesión. La clase política se dirigió al salón del Muro de Honor para atestiguar cómo el nombre de Rosario quedaba inscrito en letras de oro, junto con su antecesor, Carlos Payán. Y al finalizar, ya en el patio central, López Obrador se acercó a saludar a las doñas sobrevivientes del Comité Eureka y otros familiares de desaparecidos lo esperaban con su reclamo de siempre ¿Dónde están? Entre otras cosas, ellas esperan también que este Presidente les conceda audiencia.