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José Woldenberg y su reclamo democrático
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ntre los arquitectos del entramado electoral, José Woldenberg es uno de los que más ha hecho cálculos, bocetos y planos para hacer del edificio político-electoral un fresco multicolor en el que diversas manos, en ocasiones encontradas, han permitido una construcción cuyos cimientos hicieron posible que el voto cuente y se cuente en México. Se trató de una obra colectiva en la que Woldenberg destacó por ingenio y compromiso. Y ejemplar congruencia.

Parece mentira, pero esa nimiedad fue una de las causas profundas del descontento de y entre los actores políticos que se sentían asfixiados por el peso muerto de una sola fuerza política, tenida como depositaria nata del poder político. Desde los primeros cautos cambios a las reglas del juego político-electoral en el periodo del presidente López Portillo y su secretario de Gobernación Reyes Heroles, allá en los lejanos años 70 del siglo pasado, hasta los comicios de 2018, han pasado caudalosos y asimétricos flujos de iniciativas y reformas bajo los puentes nacionales. Emparejar el suelo de la competencia, pluralidad, certidumbre e incertidumbre han sido algunos de los vocablos que ahora son parte de nuestro paisaje electoral.

Que el sistema electoral es perfectible, no hay duda; que la construcción de ciudadanía es tarea ingente y debe ser cotidiana, imposible negarlo; que hay manejos oscuros de los dineros y pasillos ocultos por donde algunos transitan, es cierto; pero no se trataba ni trata de destruir todo para comenzar de nuevo. De ser este el caso, el hombre no tendría historia. Y la nuestra es la de una evolución política accidentada, pero, hasta ahora, con clara dirección constructiva.

Recuerda Fernando Savater ( El valor de elegir, Planeta, p.142) que nadie puede llegar a gobernar sin haber sido antes gobernado. “Se trata de haber sido propedéuticamente gobernado. Aprender a obedecer a las leyes y las autoridades legítimas, asumir los valores compartidos como requisito básico (…) en las democracias no hay especialistas en mandar y especialistas en obedecer sino que todos los ciudadanos deben ejercer alternativamente ambos papeles (…) esa tarea (…) no puede dejarse al azar de la propaganda o la demagogia. Llamamos ‘cívica’ a la educación que prepara gobernantes es decir ciudadanos (…)”

Desde esta perspectiva, tenemos que admitir que la nuestra es hoy una profunda crisis de estatalidad que se alimenta y retroalimenta con un profundo déficit institucional que toca nuestros humores y sentimientos morales y deja al descubierto, en más de un sentido, a un sector público que con enormes dificultades se ha podido ir erigiendo. Es por ello que el llamado a defender la democracia que hace José Woldenberg en su más reciente libro ( En defensa de la democracia, Cal y Arena, 2019), debería leerse como una convocatoria crucial.

Su reclamo tiene una clara intencionalidad política con el ánimo de contribuir a un debate. Y, sin duda, lo merece. El libro tiene dos grandes apartados que organiza bajo los títulos de los nutrientes del malestar –antes de 2018– y el 2018 y su secuela. Hay que hacer notar la prioridad que nos propone al señalar uno de los déficits mayúsculos de nuestro camino político-electoral: haber encapsulado los sentimientos del país en el tema electoral sin entender y atender la reforma necesaria del Estado y la atención de nuestro famélico rostro social.

El acento de Woldenberg en el gran desafío de la desigualdad y sus orillas, como nutriente mayor del descontento ciudadano, es un llamado a ser capaces, como comunidad nacional, de pensar en un México democrático y habitable que, para en verdad serlo, se hace cargo de la pobreza, el empobrecimiento y una aguda concentración del ingreso y la riqueza mediante una cooperación socialmente productiva. De aquí la importancia del Estado como corazón de una democracia comprometida con la inclusión social. Y la justicia.

Enderezar entuertos no es borrón y cuenta nueva; es (re)pensar el entramado institucional y tener el coraje y la decisión de construir otro curso de desarrollo, uno en el que la economía no se divorcie de la demografía ni del territorio. Un proceso social que, además de incluyente, impulse destrezas y recursos.

En este sentido es que los retos actuales del sistema político dejan de ser los directamente vinculados con los procesos y su posible perfeccionamiento, y se abren como desafíos ideológicos y sociales, culturales en su sentido más amplio. La democracia, es cierto, debe defenderse, porque no sólo es una construcción siempre actual sino porque en su despliegue y al combinarse con la economía y sus convulsiones, alimenta y retroalimenta las ambiciones y las visiones más extremas, las que en su cruce con las crisis económicas y las tendencias anómicas siempre vivas en las sociedades complejas, generan la negación de la vía democrática y la búsqueda de soluciones prontas y totales.

Y, por eso mismo, la economía y su desempeño, sus capacidades y potencialidades redistributivas, no pueden dejarse de lado so capa de que la democracia no puede encargarse de todo. En la medida en que se asume que ésta es una forma de gobierno y de construir gobernanza, tiene que admitirse que el reclamo social que cruza la economía tiene que entenderse como parte constituyente, no contingente, del reclamo democrático que desde este enfoque tiene que verse como un reclamo constante.

La proclama de José Woldenberg, en su En defensa de la democracia, robustece el discurso democrático por la más sana de las vías: la reflexión crítica y la búsqueda madura de alternativas.