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¿Quién hace política?
¿Q

uién hace política en México? Nadie o casi nadie. Muy pocos, digo yo. La pregunta y la respuesta casi inmediata vinieron a mi mente hace unos días, mientras leía una de las crónicas periodísticas sobre el supuesto exabrupto cometido por el diputado Muñoz Ledo, desde la presidencia de la Cámara baja.

“Chinguen a su madre… ¡qué manera de legislar!”, comentó en voz baja el de Morena a la vicepresidenta de la mesa, cuando su micrófono aún se encontraba encendido. Todos lo escucharon en el recinto de San Lázaro. Y al parecer más de un legislador o legisladora se puso el saco. A Porfirio poco le importó. Así es, así ha sido Porfirio.

Más allá del enojo que las palabras de Muñoz Ledo pudieron haber causado a los legisladores –a mí la verdad me hizo mucha gracia–, en el fondo del comentario subyace una verdad, una lamentable y acaso preocupante realidad que ha ido de la mano de nuestros políticos durante muchas legislaturas: la pobreza en el análisis, la mediocridad en el debate, la irresponsabilidad de legislar al vapor o la estrechez de miras.

El asunto, sin embargo, no se limita al ámbito legislativo. Desde hace décadas, cuando los tecnócratas se hicieron del poder, México adolece de la política. De esa actividad sensible, necesaria, propia de quienes gobiernan o aspiran a hacerlo, y que tiene que ver con los asuntos que afectan a una comunidad, a un país o a una región.

La ausencia de la política está íntimamente relacionada con las dificultades de la gobernabilidad y de gobernanza de una nación que, como la nuestra, parece incapaz de permear el bienestar y el progreso en su territorio y de jugar un rol más protagónico en el mundo globalizado. La política es y ha sido el instrumento mediante el cual se logran las grandes coincidencias en un espacio diverso, que allana caminos, que sortea conflictos, que da paso al bienestar colectivo, es decir, es la herramienta por medio de la cual se arman los consensos.

La historia de las últimas décadas del siglo pasado muestra trascendentes lecciones de buena política en el mundo, de sociedades que, mediante el diálogo, el perdón y, sobre todo, la claridad en los objetivos, lograron hacer a un lado las mezquindades y los intereses facciosos, para construir acuerdos que, sin las bondades de una política bien llevada, habrían sido inalcanzables.

Me vienen a la mente, por mencionar sólo algunos ejemplos que nos son particularmente cercanos, el destacado papel en el amarre de relevantes pactos nacionales, de personajes como Adolfo Suárez y el rey Juan Carlos para el retorno de la democracia española tras el franquismo; en Argentina, el consenso social de Raúl Alfonsín, luego de la caída de la dictadura militar, o en la Sudáfrica de Mandela, después de años de brutales agravios raciales.

En países como México, donde carecemos de una clase política profesional, bien formada académica e intelectualmente –y que por desgracia parece retroceder–, los grandes acuerdos nacionales simplemente no existen, no se ven, no se construyen. Se carece de una visión amplia, generosa, de largo plazo, que propicie que el país avance a partir de las coincidencias de las fuerzas políticas y de los sectores económico y social.

De esta manera, en vez de identificar aquellos aspectos importantes donde existen las grandes coincidencias y comenzar el tejido fino para lograr los consensos, en México centramos el debate y la atención en aquellas diferencias inocuas, estridentes o, peor aún, irreconciliables. Nos quedamos girando todos –gobierno, partidos y medios de comunicación– en una espiral interminable.

Es en este contexto que la obligación de los políticos profesionales de nuestro país –o al menos de quienes se precian de serlo y cobran por ello– es hacer política, armar acuerdos, ver por el bien de la nación y de la población y no el de velar por sus intereses personales o de partido. Es su deber.

México lleva décadas siendo administrado por administradores, más que gobernado por políticos. Sea por nulo interés, inexperiencia, falta de oficio o porque así ha convenido a sus gobiernos, la política ha quedado en desuso. Hace mucho que fue sepultada. Y, me parece, urge rescatarla.

Un gobierno de izquierda como el de la Cuarta Transformación, que comienza a dar sus primeros pasos para dejar de ser una oposición contestataria y aprende lentamente a gobernar, tiene el deber de hacer política, de dialogar, de tender puentes y no de dividir. La actuales fuerzas opositoras, maltrechas y moribundas desde la pasada elección, están obligadas, por supervivencia, sí a confrontar al gobierno, que para eso existen, pero de ninguna manera a costa del bienestar del país y de los mexicanos.

La delicada situación que vive México demanda la unidad. Exige acuerdos que permitan a la nación ver hacia adelante. Necesitamos políticos profesionales, no burócratas disfrazados de políticos, que propicien las inversiones, las obras trascendentes, los proyectos que vuelvan a dar lustre al país.

El instinto no basta. Hoy se requieren gobernantes y legisladores que hagan política y trabajen con generosidad; de lo contrario, esta sociedad terminará irremediablemente haciendo eco de la célebre sentencia de don Porfirio: “que chinguen a su madre…”.