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Aprender a morir

A partir de mañana

E

ntre las muchas cosas que he hecho en la vida para evitar trabajar –horarios, méritos, aumentos y ascensos eventuales, envidias, grilla y una que otra novia–, hace décadas se me ocurrió intentar ser percusionista, animado por una paráfrasis al verso de Manuel Machado que acomodé a mi situación de entonces: Y antes que un tal columnista, mi deseo primero hubiera sido ser un buen bongosero. Ello, a pesar de la inexacta definición del diccionario de la Real Academia, al decir que bongó es “instrumento musical de percusión, procedente del Caribe, que consiste en un tubo (sic) de madera cubierto en su extremo superior por un cuero bien tenso, descubierto en la parte inferior”, con lo que más bien describe la conga o tumbadora, de mayor tamaño y sonido más grave.

Al poco tiempo, el compositor, percusionista, cantante, bailarín, tocador de los alucinantes tambores batá, y ocasional, maestro Silvestre Méndez –La Habana, 31 de diciembre de 1926-Ciudad de México, 8 de enero de 1997–, me informaría: No chico, el bongó es un instrumento de percusión de origen cubano formado por dos pequeños tambores unidos, recubiertos de piel solo en un extremo y capaces de afinación. Luego de varias clases con él, comprobé que ya era tarde para alcanzar el suficiente jícamo o ritmo con alma.

Entre clases y lecciones mal asimiladas, Silvestre me contó que su amigo, el músico y cantante peruano Alberto Cortez –Callao, Perú, 25 de octubre de 1929– y su orquesta triunfaban clamorosamente en países europeos, entre otras, con la multigrabada composición de Silvestre, Yiri Yiri Bon, que de repente un joven argentino José Alberto García Gallo se apropió del nombre y apellido del intérprete de Perú y, aprovechando la fama lograda por éste, empezó a tener éxito, primero en Bélgica y después en España y el resto del mundo. Demandas y papeleo no impedirían que el cantautor se encumbrara con tan oportuno seudónimo, habida cuenta de que el hombre hace al nombre.

Sencillas e inspiradas composiciones, tan reflexivas como pegajosas, las canciones de este Alberto Cortez perdurarán gracias a una ternura inversamente proporcional a la brutalidad de los militares que han ensangrentado su país y el resto del mundo, y En un rincón del alma, Mi árbol y yo y Callejero, entre otras, nos seguirán recordando que A partir de mañana empezaré a vivir la mitad de mi vida y a morir la mitad de mi muerte.