Opinión
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Chapultepec
C

hapultepec es un bosque, un lago, un castillo; lugar ligado a fondo con la historia y la cultura, no sólo de Ciudad de México, sino de toda la nación. Es un lugar con duende, un bosque que regula el clima del valle y un pulmón para la contaminada mancha urbana de la gran metrópoli; es un espacio para los niños y los deportistas, al que van a caminar los ancianos y los enamorados, visita obligada del modesto turismo nacional que llega de todos los estados de la República.

Luís González Obregón, extraordinario cronista de la ciudad, predecesor de Ángeles González Gamio, en su hermoso libro México Viejo (Librería de la Viuda de C. Bouret, 1900, París-México) describe el acueducto del agua gorda que brotaba del manantial a la sombra de los ahuehuetes milenarios y corría por toda la calzada de Chapultepec hasta la fuente del Salto del Agua. Don Luis nos da una idea de lo que fue la parte antigua y primera sección de nuestro parque urbano: describe el cerro en forma de cigarra o chapulín, la alberca de Moctezuma y deja el relato de la leyenda del labrador que quemó el muslo del tlatoani azteca en la cueva o caverna del cerro del Chapulín.

La leyenda se recuerda en un alto relieve en el medallón de piedra que cierra la esquina del atrio de San Hipólito; don Luis lo llama panteón parroquial, ese monumento tan antiguo y que debiera ser respetado si no venerado, sirve hoy para que los comerciantes ambulantes de la avenida San Cosme amarren los mecates de sus toldos, pero si un curioso caminante se acerca, podrá ver en el medallón de piedra bien labrada, representada una gran águila que lleva en su garras al labrador que fue transportado a la caverna en que descansaba Moctezuma Xocoyotzin, es decir el pequeño, para advertirlo en contra de los conquistadores españoles que estaban por llegar a México Tenochtitlan e iban ya cruzando el paso entre los volcanes.

En días recientes los gobiernos del cambio –el de la ciudad y el del país– nos dieron la excelente noticia de que entre las transformaciones para cambiar de fondo lo que pasa en nuestra nación, han decidido respecto al bosque de Chapultepec dos cosas: una, destinar extensos terrenos que estaban en manos de la Secretaría de la Defensa Nacional a una cuarta sección del parque; la otra decisión es revertir el descuido en el que el pasado gobierno capitalino tenía a las otras tres secciones y recuperar la vocación de ese espacio para la recreación popular y la cultura.

El castillo fue construido como casa y fortaleza por el virrey Bernardo de Gálvez y desde entonces, ha sido residencia de virreyes, presidentes y un iluso emperador; también fue observatorio astronómico y colegio militar. En la invasión estadunidense de 1847, en el mismo alcázar y en el bosque, se dieron batallas heroicas para detener a los yanquis; en las faldas del cerro y entre los añosos árboles fue aniquilado en su totalidad el batallón de San Blas, comandado por el coronel Felipe Santiago Xicotencatl, mexicanos patriotas que no debemos de olvidar; en el castillo, los alumnos del Colegio Militar se batieron con gallardía y valor en contra de los soldados profesionales del ejercito invasor.

En la segunda sección se encuentra el cárcamo de Dolores, que recibe el agua para la ciudad que llega del alto río Lerma, decorado con un mural subacuático, obra de Diego Rivera. En la primera sección, que es la más antigua, están además de los museos de Historia y de Antropología, el zoológico, el pequeño lago y lo que queda de los manantiales; sobreviven la estación de concreto de una sola pieza del ferrocarril, la calzada de los Poetas y la de los Filósofos, la fuente de Don Quijote, con episodios del libro en mosaicos de Talavera; la fuente de Las Ranas y a la entrada, el hermoso monumento a los Niños Héroes.

La capital debe alegrarse de la decisión de las autoridades; más bosque y más cultura equivalen a menos plancha de cemento y quizá, disminución de la violencia en la ciudad.