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Vox Libris
Flores sobre el infierno
Periódico La Jornada
Domingo 10 de marzo de 2019, p. a12

Teresa Battaglia y Massimo Marini protagonizan Flores sobre el infierno, obra de Ilaria Tuti, thriller que se ha convertido en fenómeno editorial. Ambos detectives deberán desarrollar la investigación más difícil en sus carreras. Con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esa novela traducida del italiano al español por Xavier González Rovira

El cuerpo yacía sobre la hierba, cubierto de escarcha. La palidez de la piel contrastaba con la oscuridad del pelo de la cabeza y del pubis. Al fondo, el verde oscuro de la naturaleza de la montaña. Algunas manchas de nieve persistían en las áreas más umbrosas, cercanas al bosque. Durante la noche habían caído algunos copos y un cristal se había quedado prendido entre las pestañas del cadáver.

El hombre estaba acostado en posición supina, los brazos en los costados, las manos posadas sobre cojines de musgo. No había arañazos. Entre los dedos sobresalía alguna flor invernal, de pétalos pálidos y transparentes.

Parecía un cuadro. Los colores eran los de la sangre ya fría, de las venas vacías, de las extremidades rígidas. El hielo lo había conservado. No tenía olor, excepto el del boscaje: tierra húmeda y hojas podridas.

Alguien se había ocupado de él. En el suelo, alrededor del cuerpo, habían sido colocadas algunas trampas rudimentarias, hechas con cuerdas y nudos corredizos.

–Para mantener a los animales alejados del cuerpo. Quería que lo encontráramos intacto –dijo una voz ronca. Los labios se movían cerca del micrófono del móvil, desplazando en el aire palabras y vaho. Alrededor, todo era un ajetreo susurrante, monos blancos, flashes y luces de emergencia.

–No realizaba ningún trabajo manual. Tiene las manos tersas y el oro del anillo no presenta arañazos. Las uñas están cuidadas. No parece haber suciedad.

La alianza del anular de la mano izquierda brillaba también a la lívida luz de diciembre. Nubes planas cubrían de sombra ese rincón del mundo.

El hombre había sufrido una agresión violenta en el rostro, pero el resto del cuerpo aparecía ileso. La epidermis en los lados del cuello estaba estriada con el azul profundo de los vasos sanguíneos. Se había afeitado cuidadosamente antes de morir. La leve sombra de barba era consecuencia de la retracción de la piel post mortem.

–Rastros mínimos de sangre, incompatibles con las heridas sufridas. Probablemente la sangre sea más abundante en la ropa. Se la quitaron más tarde.

Una pausa.

–El asesino desnudó a la víctima, la preparó. A pesar de esa escrupulosa preparación, había numerosas huellas de pisadas, tanto en el cuerpo como en el suelo, una mezcla de barro y de hielo, como si el autor se hubiera olvidado de repente de los detalles. Además de las de la víctima, había huellas pertenecientes a una única persona, un hombre, a juzgar por el número de pie detectado, el cuarenta y cinco.

En los brazos, las muñecas y los tobillos del cadáver no se veían marcas de ataduras. La víctima tenía un físico robusto, era alto y con una musculatura bastante desarrollada, y, a pesar de ello, el asesino había conseguido reducirlo. Lo había atacado con una violencia animal.

Conocías al asesino, por eso no reaccionaste de inmediato para defenderte. ¿Qué debiste de pensar en ese momento, cuando te diste cuenta de que ibas a morir?

Era algo que se apreciaba con claridad en la expresión del cadáver. Sus labios estaban cerrados, y los ojos...

El cuerpo había sido abandonado entre un canal de desagüe natural y un camino transitado por turistas la mayor parte del año. Un excursionista lo había localizado unas horas antes. No era una coincidencia, ni un error: el asesino optó por no ocultarlo.

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▲ Ilaria Tuti.Foto © Penguin Random House Grupo Editoria

–No aprecio intención sexual, a pesar de que lo ha desnudado.

El jefe de policía local había explicado que se trataba de un padre de familia que había desaparecido hacía dos días, después de haber llevado a su hijo al colegio. El coche estaba a unos cien metros del cuerpo, en un barranco, escondido por los árboles. Lo habían empujado. En el suelo, huellas de neumáticos y de zapatos.

–El asesino se movió a pie. Las huellas continúan en el bosque.

La comisaria Battaglia interrumpió la grabación y levantó la vista al cielo. Algún cuervo graznaba, pasando sobre sus cabezas. Las nubes amenazaban con una nevada inminente.

No había tiempo. Debían ser más rápidos, más eficientes.

La comisaria se levantó y notó cómo le crujían las articulaciones. Demasiados días de su vida pasados de rodillas. O demasiados años sobre sus hombros, pensó. Demasiados kilos de los que liberarse.

–Espabilad con las tareas de reconocimiento –ordenó. Los hombres de la Policía Científica eran sombras blancas y silenciosas, agachadas sobre detalles que solo unos ojos entrenados podían captar. Fotografiaban, recogían, clasificaban. La cadena de custodia del ADN acababa de comenzar. Llegaría a su término horas más tarde, en un laboratorio del Instituto de Medicina Forense, en la ciudad, a unos cien kilómetros de allí.

Algunos curiosos se habían sentido convocados por la llegada de la policía. Un grupo de turistas y de lugareños estaba parado bajo el cartel de madera que indicaba el camino para llegar al pueblo más cercano, Travenì. A solo cuatro kilómetros. Resultaba fácil distinguir a los autóctonos: tenían rostros salvajes y rubicundos. No había signos del bronceado uniforme de las pistas de esquí, sino teces oscurecidas por la oscilación térmica, quemadas por el viento.

–¡Hemos encontrado la ropa! –gritó una voz, desde el bosque.

Un espantapájaros, ese fue el primer pensamiento de la comisaria Battaglia.

Entre las zarzas, la figura surgía de la maleza como un detalle desentonado, incongruente. Estaba hecha con ramas y cuerdas, algunas frondas y ropa ensangrentada.

La cabeza era la camiseta interior de la víctima, rellena con hojas y paja, dos bayas moradas en lugar de ojos. Chaqueta y pantalones colgaban del esqueleto de madera, el reloj estaba atado a la rama que hacía las veces de muñeca. La camisa embadurnada de sangre estaba endurecida. Resultaba imposible decir cuál era el color original de la tela.

Un agente se acercó.

–Las huellas desaparecen a unos cien metros al norte, entre las rocas –le informó.

El asesino sabía cómo moverse. Era del lugar o lo conocía muy bien.

La comisaria se acercó de nuevoel micrófono a la boca, los ojos fijos en el claro, donde el cadáver era un perfil blanco en el que se posaban los copos de nieve que desde hacía algunos minutos habían empezado a caer. Alguien estaba tendiendo una lona encima de él.

–Este fetiche representa al asesino –dijo–. Ha contemplado su propia obra y ha querido que lo supiéramos…

Un ruido repentino impidió la continuación de su análisis. Aguzó la vista, preguntándose si el espectáculo era real o no. Un hombre estaba avanzando por el claro, entre las patrullas y el bosque, hundiéndose de vez en cuando en los barrizales. Pero no se daba por vencido. La americana hecha a medida que ondeaba, la camisa manchada de barro y aguanieve, y nada más que pudiera defenderlo de la helada. Tenía una expresión combativa, acompañada por un rubor que denotaba cansancio. O tal vez incomodidad, vergüenza.

Cuando la comisaria intuyó de quién podía tratarse, una sola palabra le bastó para resumir su estado de ánimo.

–Mierda.