Editorial
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Conacyt: despilfarro en manos privadas
E

n días recientes, la directora general del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), Elena Álvarez-Buylla Roces, dio a conocer información acerca de uno de los varios males que aquejaron a la política oficial de apoyo a la investigación científica durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto: la asignación, a fondo perdido, de recursos públicos a proyectos de empresas privadas.

De acuerdo con los datos presentados, entre 2009 y 2017 Conacyt usó el Programa de Estímulos a la Innovación (PEI) para destinar 7 mil 367 millones de pesos a 512 a grandes empresas nacionales y trasnacionales, entre las que se cuentan titanes corporativos como IBM, Intel, Ford, General Motors, Monsanto, Bayer (antes de que ésta última adquiriese a la anterior), Continental, Volkswagen, Sanofi, Nissan, Kimberly Clark e Industrial Minera México. Además, sólo en el sexenio pasado, entre el citado PEI, programas de becas y otros fondos, alrededor de 50 mil millones de pesos fueron transferidos a los proyectos de investigación de diversas empresas.

Estas cifras desnudan la política seguida por los pasados gobernantes en materia de ciencia y tecnología tanto como en otros rubros: desahuciar al sector público al tiempo que se ponía el presupuesto al servicio de la iniciativa privada. Dichas transferencias resultan cuestionables no sólo por favorecer a compañías que cuentan con ingresos propios a expensas de instituciones gubernamentales o sociales que enfrentan condiciones precarias, sino también por la opacidad que caracteriza a las asignaciones mismas.

Por otra parte, revelan la parca contribución de los grandes capitales, nacionales o foráneos, al desarrollo de nuevos conocimientos que promuevan el crecimiento económico: a contracorriente del machacante discurso que presenta al empresariado como motor de la innovación, lo evidente es que éste carece de la voluntad para promover las investigaciones científicas sin un continuo flujo de apoyos públicos. Así lo demuestra también el hecho de que México tenga una de las peores tasas de participación de la iniciativa privada en el financiamiento a ciencia, tecnología e innovación entre los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Es de esperarse que la difusión de este despropósito sea la señal de partida de que la política federal de inversión en ciencia y tecnología se reorientará, con el fin de dotarla de un verdadero sentido social y convertirla en una palanca para el desarrollo de largo plazo.