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Carlos Pellicer, la esencia del ser
P

ellicer miró al mar reflejado en el sol para nombrar al mundo. Le dio sentido a lo oculto de la cultura. Lo mismo exploró su tierra y su sensualidad que las culturas más profundas y lejanas a su civilización: Frente a las costas de la Luna / Chipre va a nacer. Nombró a las cosas en América. Las develó y las entregó venciendo tiempos y espacios. Su poesía es una de las grandes renovaciones de la lengua y su principal virtud: la espiritualidad de su prosa. Pellicer es nuestro San Juan de la Cruz, quien escribió: Mi dulce y tierno Jesús / sin amores me han de matar. Frente al espejo Carlos Pellicer respondería: Vuelve, oh, dulce Jesús, desde tu excelso trono / los ojos tornasoles, las invisibles manos, a esta sombra desnuda que de ritmo corono / porque a la nube tienda de tu sencillo arcano. Son dos autores contemporáneos en presente, pasado y futuro. Se renuevan con cada lector. Y renuevan el leguaje.

Nació el 16 de enero de 1897. Formó parte del grupo Contemporáneos. Sigue siendo nuestro contemporáneo. Se formó en la universalidad de su tierra. Viajó por el mundo, pero hubo un viaje que revitalizó su prosa, al respecto hace pocos días la editorial El Equilibrista, dirigida por Diego García Elío, ha publicado: Tierra Santa: invitación al vuelo. Selección de textos realizada por el doctor Alberto Enríquez Perea, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dicho libro nos adentra a una de las facetas poco estudiadas del autor y abre una serie de interrogantes: ¿La poesía de Pellicer es religiosa? ¿Mezcla la religiosidad con la vida cotidiana y nos regala trazos de la interioridad y exterioridad del ser humano?

Estamos frente a un poeta que con la elegancia y calidez de su prosa venció los estigmas de su tiempo. Es el primer poeta moderno. Él se reconoció en su prosa. Hizo su poesía universal porque creó las imágenes de tiempos remotos con sociedades complejas. No pretendió tener una poesía religiosa, pero Jesucristo, su tierra y sufrimiento fueron suyos, al igual que de José Vasconcelos, uno de sus acompañantes. En su Notre-Dame de France, Jerusalem, escribe: “Señor: hemos llegado a esta tierra que Tú elegiste para nacer, enseñar y morir (…) nuestros pies han pisado los sitios por donde Tú pasaste y estuviste (…) el dolor inmenso que nos causa seguirte ese día tras de tu Cruz (…) Allí lloramos las únicas lágrimas dignas de llorarse en este valle de lágrimas”.

Pellicer es de los grandes poetas que no han sido leídos de manera correcta o peor aún no se leen tanto. Su obra está destinada a resurgir y tomar un lugar crucial en la tradición literaria. El libro comentado abre dos puertas: el conocimiento de la vida interior que en mucho marcaría su poesía dándole una dualidad que se complementa y no se opone. Las dos caras son: el vencimiento de la máscara y el descubrimiento del ser. Él no sólo bautizó a las cosas, sino que encontró la esencia del ser, la exploró en su forma más espiritual y compleja. La presentó como un espejo donde todos se pueden hallar con el temor de mirarse y no conocerse o reconocerse. Espantarse ante su realidad; por otra parte, tenerlo de nuevo en los libreros recuerda que la poesía es la musicalidad de las palabras, por eso su ritmo. El de Pellicer, aunque es tropical, también es lento como las arenas del desierto que se mueven con el viento del Mediterráneo.

En los días de nuestro tiempo, Pellicer ha aparecido de nuevo en distintos medios de comunicación y, lamentablemente, no ha sido por su prosa, sino por ser mentor del actual presidente de México. Digo lamentable, porque ello genera una categorización de su obra en torno a la ideología de su alumno. Y no lo es. Su obra guarda el perfecto límite entre creación y política. Pellicer respetó su obra, por eso la forjó con elegancia, en ello superó a Neruda. Hay que leerlo por ser el gran poeta moderno. Quien interiorizó y expusó el ser, ahí la importancia de los viajes que emprendió por Tierra Santa.

*Investigador literario