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Migración en tiempos de amor y paz
S

us ojos oscuros, no recuerdo si cafés o negros, brillaban con lágrimas. Su vestir era viejo y sostenido con descuido. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosa. Se ponía a mirar y mirar la puerta por la cual entraría a Estados Unidos, a la clara luz de un futuro mejor. De todo su ser fluía una gran tristeza. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición. A primera vista pudiera parecer tranquilidad, pero hay ahí algo profundamente desgarrador en el migrante que uno no entiende, sino siente, con toda la despierta y alerta sensibilidad: la persona perdida sin un lugar suyo en la tierra.

La migración, en sí, no postula una resentida revancha política, sino más bien una redención personal, que, experimentada en masa, debe convertirse en una redención colectiva.

Tanto para nuestros pueblos latinos, como los árabes y africanos, los migrantes se encuentran entre la nostalgia del paraíso perdido (su nación) y el acoso del mundo hostil que los humilla (otras naciones).

La razón hay que buscarla en su origen, en la intensa situación de conflicto que sustentan los países donde la falta de los primarios y elementales derechos humanos conmueven al individuo al fatalista sentido de su nación. Saliendo de las coordenadas geográficas de su identidad, su humanidad debe simbolizar la patria mundial.

Así, el migrante presenta su desolación ante el imperio de las naciones -dominado por la insuficiencia de la expresión y lleno de símbolos del vacío y vallas de lo irracional.

Para todos los que llegaron con esperanza de una mejor vida a puertos fronterizos en México hacia Estados Unidos, su itinerario es el de fugitivos, que huyen, buscando, y no encuentran, su lugar soñado. El abandono de su patria, por voluntad o necesidad, es una pérdida que con la realidad de su indigencia se vuelve el dolor de una orfandad permanente.

Y los gobiernos hacen todo lo posible para empeorar su situación ambulante, arriesgando su salud mental y física. Por ejemplo, en el gobierno de Obama comenzó un sistema que restringe la cantidad de personas que pueden solicitar asilo cada día en Tijuana. Donald Trump ahora utiliza ese sistema para detener el flujo en los puertos de entrada, creando una población vulnerable a tempestades sociales y climáticas en la frontera.

Ante la deshumanización de la burocracia, los personajes de este vasto drama geográfico, en mayoría originarios de Centroamérica, gradualmente pierden la voz y las energías, resignándose a una expresión –explicable en parte por esa peculiar apatía del que no tiene hogar– que será una constante en su vida: la angustia.

Ese dolor inconcreto, y a la vez total, despierta la solidaridad colectiva o la ambición personal, aunque nada puede nunca llegar a ser consuelo para quien ha perdido el derecho de vida en su propia nación.

Una de las soluciones es que México coordine un programa de desarrollo con el fin de que la región, y sus pueblos, integre esfuerzos para responsabilizarse de su futuro. No habrá sentido en un programa de desarrollo sin una conciencia regional: sin la participación de los gobiernos y los pueblos de toda la región esto se vuelven imposiciones.

La vida migrante se aturde siempre entre dos tonos que brincan de corazón: el canto azul y verde de su tierra latina, de su hogar, de su raza, y el llanto de la necesidad de salir del asfixiante y opresivo ambiente en su tierra natal. Y rápidamente su vida se torna en una cacofonía, como de quien confunde la realidad con el sueño o una lágrima con el sol. Migrar a Estados Unidos no debe ser nunca la mejor opción.

* Sociólogo