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Vox Libris
Marlena, una amistad peligrosa
Periódico La Jornada
Domingo 30 de diciembre de 2018, p. a12

Con ‘‘desgarradora astucia literaria’’, la autora estadunidense Julie Buntin relata en su primera novela, Marlena, una amistad peligrosa, publicada por el sello Seix Barral, cómo las amistades femeninas construyen y, al mismo tiempo, dejan a su paso desolación. Por cortesía del Grupo Planeta México, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esa obra traducida al español por Susana Olivares Bari

Dime lo que no puedes olvidar y te diré quién eres. Apago las luces de mi departamento y ella se acerca con la oscuridad. El ojo del tren se abre dentro del túnel y allí está ella sobre las vías, su pelo rubio meciéndose. Empieza a sonar una de nuestras viejas canciones y me pierdo en medio del pasillo de los cereales. A veces, ya entrada la noche, mientras me peleo con la llave frente a la puerta de mi departamento, mis ojos encuentran mi reflejo en el espejo del corredor y la veo, esperando.

Marlena y yo estamos en la camioneta de Ryder. Esa mañana, mientras él seguía dormido, ella tomó las llaves del bolsillo de sus pantalones. La primavera explotó de manera gloriosa y estúpida; llegó el verano y traemos chanclas de farmacia, el cabello salado pegado a las sienes y aliento a cigarro, protector labial de cereza y vino de ayer. Me quito a patadas las sandalias, estiro las piernas sobre el tablero y pego los dedos de los pies contra el parabrisas, como siempre lo hago cuando estamos sólo Marlena y yo. Ryder dice que arruiné su auto, que las manchas no se quitarán, pero no me importa. Marlena pintó mis uñas, con mi pie sobre su muslo. Su color: anaranjado alerta máxima.

Las ventanas están completamente abiertas. La brisa arranca el cabello de mi cola de caballo y lo arroja en desorden contra mi rostro, de modo que todo lo veo roto. Estamos de camino a la playa para pasar un día normal. Para contener la respiración debajo del agua hasta que nuestros pulmones rueguen por aire. Para perder el aliento ante el golpe seco de alguna ola contra nuestros vientres y para llenarnos la boca con la espuma amarga de cervezas robadas de hieleras desatendidas. Seguiremos el movimiento del sol con las sombras de nuestras toallas y nos pasaremos las mismas dos revistas una y otra vez hasta que la luz se hunda en el agua. Cuando nos marchemos, desenterrando nuestros pies de la arena fresca, estaremos insoladas y después afiebradas.

Estamos jugando a ser dos chicas con secretos nimios, que escuchan a Joni Mitchell a todo volumen. Cada estrofa es un mensaje que escribió sólo para nosotras. Canto tan fuerte que Marlena no puede oírse a sí misma; me dice que me calle, me dice que estoy haciendo que le duela el cerebro. Pero en este recuerdo, simplemente canto más fuerte. Marlena oprime el acelerador y el auto sube por la gran colina de la carretera sin salida que lleva al lago. El velocímetro brinca; pasamos de los ochenta y ocho, el límite en las vías rurales, a ciento doce en menos de un minuto. El auto se llena de aire, tan fuerte y violento que mi cabello golpea mi cuello y ya no puedo oír la música. Mi voz se quiebra y pongo los pies sobre el piso. Trato de subir mi ventana, pero Marlena la bloquea desde su lado. Cuando voltea a verme, sonriendo de oreja a oreja, siento que el vehículo se desvía hacia la cuneta y las llantas levantan una lluvia de grava. Regresa bruscamente al pavimento y la aguja del velocímetro tiembla antes de pasar los ciento treinta y seis. La cola de caballo de Marlena ya prácticamente no existe y me pregunto si puede ver, si quizá no se percata de que ya vamos a ciento cuarenta y cinco y que debajo del viento hay un nuevo olor, amargo y caliente; los órganos de la camioneta en combustión. Aceleramos más y más. Me río un poco y le digo que vaya más lento, y segundos después que le baje de una puta vez, y cuando no me contesta le grito que está loca y me está asustando y que me quiero bajar del maldito auto y que vamos a morir, por favor, que nos va a matar, con un carajo. Ya a ciento sesenta, subimos volando por otra colina, el coche rugiendo. Cuando llegamos al tope, las llantas se levantan del pavimento, y cuando aterrizamos me estrello contra la guantera y me detengo con el antebrazo. No frena y lucho por ponerme el cinturón de seguridad. El lago Michigan, de azul Caribe y con destellos de luz, aparece frente a nuestras caras. Estamos a menos de un kilómetro de la bajada, del estacionamiento, del camino a la playa.

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▲ Julie Buntin, una de las nuevas voces de la literatura que revela cómo el corazón guarda secretos que nunca olvida.Foto © Nina Subin/Seix Barral

No va a detenerse, y por un segundo siento algo ajeno, una rabia formada a partes iguales de hambre y temor.Hazlo, pienso, hazlo, y siento el estómago en la garganta pero estoy harta de ser la que dice no, ten cuidado, detente. ‘‘¿Y si me sigo de largo?’’, grita. Más tarde me percato de que probablemente estaba muy drogada, porque eso debe haber sucedido por la época del frasco farmacéutico de oxicodona de cuarenta, pastillas que afloran en mi recuerdo de ella como un rasgo adicional; sus ojos, las puntas enmarañadas de su cabello sucio.

Ahora el lago es más grande que el cielo. Después de que nos hundamos, ¿cuánto tiempo me tomará patear la ventana del copiloto, mis chanclas flotando por el techo del auto, mi cuerpo hambriento de aire? Marlena no sabe nadar bien.

Pero entonces, apenas a unos metros de la bajada, empezamos a detenernos. La camioneta serpentea de lado a lado de la línea divisoria, inclinándose sobre la cara externa de las llantas. Nos detenemos con un temblor y un chirrido. Salgo impulsada hacia adelante; el cinturón de seguridad se encaja en el espacio entre mis senos. Los faros tocan la reja de tablas que marca el punto en que el terreno desciende un empinado medio kilómetro hasta la medialuna de playa pedregosa. El auto suspira, su motor emite chasquidos de alivio. Estoy a punto de llorar, con el pulso a todo galope, y la odio porque lo sabe.

–Oye, vamos –dice Marlena, pero le cuesta trabajo respirar y se tarda demasiado en hablar–. ¿En serio crees que dejaría que te sucediera algo malo? –Un reguero de ronchitas, del tipo de las que le salen cuando está ansiosa o emocionada, se esparce desde su clavícula como un rojo y delicado encaje por los tendones de su cuello hasta su quijada. Coloca las uñas sobre mi rodilla y abre los dedos, formando un pequeño círculo que envía escalofríos por todo mi cuerpo.

Quiero escupirle de lleno en la cara. Quiero alejarme tanto de todo lo que me ha hecho hacer y de todas las maneras en que he cambiado, que por un instante es posible y casi lo hago. Pongo las manos debajo de las piernas para que no vea que me tiemblan, y miro fijamente el desodorante para auto en forma de pino; se agita como si todavía estuviésemos en movimiento.

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