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Ver día anteriorDomingo 23 de diciembre de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Éxodo sin Moisés
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la última caravana de 2018, la de octubre, la llamaron caminata migrante, luego al llegar a la frontera entre México y Guatemala se convirtió en caravana hondureña; después, al arribar a Oaxaca, la calificaron como éxodo; finalmente, al llegar a Tijuana, el comunicador y líder hondureño Milton Benítez la calificó como éxodo sin Moisés.

El cambio de nombres, de hecho, responde a diferentes etapas y fases de este movimiento migratorio inédito, masivo y mediático, espontáneo, organizado, caótico, contradictorio, desinformado, interesado; todo a la vez. El caos normal que se daría cuando llegan 8 mil personas, de manera inesperada y prácticamente en situación de calle.

Las estadísticas más recientes del Pew Hispanic, para 2014, señalan que anualmente llegaban unos 115 mil migrantes centroamericanos a Estados Unidos y cerca de un tercio eran menores de edad, en total en 10 y 15 mil migrantes mensuales. Por tanto, la caravana no es numéricamente desorbitada. Lo que cambia es su condición de éxodo masivo, su visibilidad, su carácter beligerante, el uso que hace Donald Trump de la caravana, con fines electorales y el contexto político mexicano de transición.

Los migrantes centroamericanos, por la situación de guerra civil en la década del 80, tienen un origen ligado al asilo político, refugio, Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) y visas humanitarias por crisis ambientales. Todo esto intercalado con migración económica y posteriormente reunificación familiar. Por mucho tiempo fueron invisibles y transitaban de manera clandestina por México. Se hicieron visibles cuando optaron por viajar a lomo de La Bestia en los vagones de los trenes de carga.

Al hacerse visibles se volvieron identificables, vulnerables. Los medios de comunicación empezaron a difundir esta manera diferente y peligrosa de emigrar. No sólo tienen accidentes, muchas veces fatales, también los extorsionan y agreden criminales, pandillas, el crimen organizado y diferentes tipos de policías y agentes migratorios.

Los migrantes en tránsito empiezan a formar parte de la larga lista de desaparecidos por la violencia. Y se convierten en noticia de primera plana en octubre de 2010, cuando los Zetas, en colusión con la policía municipal, masacran a 82 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Sólo era la punta del iceberg.

La visibilidad va de la mano de la vulnerabilidad. Y diversas asociaciones empiezan a apoyarlos, en casas de migrantes a lo largo de la ruta. Otros los acompañan en el tránsito y se empiezan a ir en grupos, en caravanas que se organizan en la denominada Semana Santa.

La caravana de hondureños de octubre fue diferente. Viajaban en masa, con banderas enarboladas y beligerantes. Demandaban, exigían atención de la prensa y los gobiernos. Venían de una situación de guerra interna, de violencia sistémica, corrupción y fraude electoral. Ya no era opción la revolución armada, como en los 80. Era mejor encontrar otra salida, como exigir trabajo o refugio en Estados Unidos. Las diferencias salariales entre Centroamérica y México no justifican dejarlo todo por unos cuantos pesos, mejor dólares.

El rumbo estuvo claro desde el comienzo: Tijuana, aunque quede mucho más lejos. Mejor California, que Texas o Arizona, mejor marchar juntos que desperdigados. Se dice y se reafirma, que nadie los ha organizado, es la situación de crisis humanitaria que se vive en Honduras la que genera el éxodo. No importan las amenazas de Trump, la separación de familias, la posible deportación. Tampoco interesan las fechas: las elecciones intermedias en Estados Unidos, que empiece el invierno o que haya cambio de gobierno en México. No existen responsables, ni dirigentes, pero sí asambleas, negociadores, activistas, abogados, académicos, organizaciones y gente solidaria que los acompaña.

Con la fuerza de una marea de humanidad vulnerada obtienen solidaridad, asombro, desconcierto y rechazo. Pero la corriente topa con el muro, uno de concreto, otro de burocrática humanidad. Las ilusiones se topan así con la realidad, los intentos de superar la valla por la fuerza son inútiles. Los días pasan y se convierten en semanas. No pasa nada, hay que esperar. Las promesas se diluyen, la solidaridad se desvanece.

Según datos del Inami quedaban unos 3 mil migrantes de la caravana en Tijuana y 500 en Mexicali a mediados de diciembre, la mayoría en casas de migrantes y albergues. Han regresado a su lugar de origen unos mil 200 migrantes e intentaron pasar a Estados Unidos un número semejante. Cerca de 3 mil 700 han solicitado refugio o visas humanitarias en México.

Tijuana, ciudad de migrantes y de numerosa población flotante, se convirtió en un embudo, en un callejón sin salida para la caravana. Las alternativa colectiva, social, humanitaria, dejó paso a la opción personal: esperar el turno para solicitar refugio, forzar la entrada, quedarse en México, retornar a su país o, la novedad de ser deportado a México, país seguro y humanitario, hasta que se resuelva su caso.

Un pueblo que huye, quedó entrampado, sin Moisés que lo dirija, ni cayado que pueda abrirles el camino.