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Un tiempo para abrazarse
E

n homenaje a Ida Vitale, ante todo registro cómo me simpatizó desde el día que la conocí, a mediados de la década de 1970, en el Seminario para Problemas de la Traducción, en el que las dos fuimos profesoras en El Colegio de México, que se desarrollaba en la calle de Guanajuato, en la colonia Roma. También quiero decir que, a pesar de la distancia intelectual y cultural entre nosotras, sé que la misma simpatía que ella despertó en mí a primera vista, la desperté yo en ella. Si desde aquellos principios yo pude apreciar las cualidades ya reconocidas de Ida, como una poeta, ensayista, traductora y maestra hecha y derecha, no temo declarar, porque sé que es verdad, que ella mostró aprecio por las mías, que eran apenas las de una escritora, traductora y profesora aprendiz. Si era natural que yo celebrara sus intervenciones en las sesiones del Seminario, era inusual que ella celebrara las mías, que no pasaban de ser tanteos, vacilantes.

Si de entonces para acá, y hablo de 40 y tantos años, no nos hemos encontrado en persona tanto como sé que a las dos nos habría gustado encontrarnos, en todo este tiempo no he dejado de oír su voz y su acento, de oír su risa, incluso de recordar la ocasión y las circunstancias en las que la vi llorar, incrédula ante un contratiempo de trabajo, como desasistida, tan sensiblemente que lamento no haberla abrazado en ese preciso momento, con todo mi afecto, largamente. Si yo fuera poeta, escribiría un poema de amor sobre este recuerdo que tengo de Ida y que no olvido, sobre aquella injusticia que sufrió en el trabajo y que me regresa a la memoria, pidiéndome que, si no abracé a Ida entonces, la abrazara ahora, apenas la tuviera enfrente, como abrazaría a una niña de tan corta edad que tiembla de frío porque todavía no sabe que el frío, al menos este tipo de frío, es pasajero y no significa nada. Tomás Segovia, entonces director de nuestro Seminario, había invitado a Ida a integrarse al Seminario, en un gesto entre colegas que justificaba que ella dejara atrás Uruguay y que se exiliara en México en forma definitiva. Sin embargo, apenas dos años más tarde, cuando Ida ya estaba integrada a la vida de México y su mundo intelectual, injustificada, injustificablemente, un nuevo director le retiró su apoyo y, al enterarse Ida, fue cuando lloró.

Pero el tiempo, la reflexión, el cambio de sentido y de perspectiva que extiendo a la vida y sus cosas, ahora me hace descubrir y reconocer otra cualidad de Ida, que es la de la valentía, la fuerza, el valor de enfrentar los reveses de la vida, resistirlos sin detenerse, y aun a sabiendas de que se volverán a presentar, de un tipo o de otro, al grado de amenazar con no dejar de presentarse nunca.

Comoquiera que sea, Ida, poseedora especialmente de esta cualidad, dejó México atrás y logró integrarse a la Universidad de Texas en Austin y a la vida en Estados Unidos. Digo que dejó México atrás, pero quiero definir sin ambigüedad a qué me refiero. Dejó México atrás exclusivamente por razones de trabajo, pues, sociable, como es Ida, mientras estuvo en México hizo amigos, los mejores amigos, con quienes en todo caso no ha dejado de tener contacto hasta hoy. Entre visitas de unos a otros, entre correspondencia, entre libros suyos en editoriales mexicanas y colaboraciones en periódicos y revistas de México, Ida no se ha apartado de México, ha seguido presente en México todo este tiempo, ya más de cuatro décadas. Y lo cierto es que México ha respondido a esta presencia de Ida, infaltable y querida, profunda y permanente entre los mexicanos y lo mexicano, entre otros extranjeros que viven o han vivido en México, al reconocerla ahora con el más grande premio literario internacional que México ofrece y que la FIL de Guadalajara confiere.

Termino esta aproximación a Ida Vitale con un abrazo, que les extiendo, completo, a ti y a Enrique Fierro. Porque Ida queridísima, en tus palabras, Triste si en él se muere / Y no se recomienza.