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Sobre caudillos y seguidores
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alta poco para el 50 aniversario del otoño caliente italiano de 1969 y de la primavera de lucha que produjo el Cordobazo en Argentina en ese mismo año. En Italia los obreros metalúrgicos –hasta entonces divididos en tres sindicatos que competían entre sí– se unieron en asambleas masivas de todos los trabajadores, sindicalizados o no y, al grito de somos todos delegados, destituyeron a las comisiones internas nombradas en las fábricas por las direcciones sindicales.

La democracia directa asamblearia acabó con los representantes, con quienes hablaban en nombre de y creó cuerpos de delegados, elegidos por sindicalizados o no sobre la base de un delegado por sector del trabajo que podía ser revocado en cualquier momento por sus electores.

Asumiendo el protagonismo y la dirección sindical desde abajo, forzaron la unificación de los tres sindicatos en un sindicato único renovado y suprimieron de golpe la división entre la llamada base que ejecuta y acata y la dirección que resuelve y actúa en nombre de como cuerpo separado e imponiendo sus decisiones rechazando así la delegación a un grupo de dirigentes separado y autoperpetuado.

Con su ejemplo, esos obreros radicalizaron a los estudiantes, ya movilizados por el mayo francés del 68, y lograron la unidad con ellos, a diferencia de lo sucedido en Francia, donde el aparato burocrático sindical y el PCF habían logrado separar a unos de otros y limitar la huelga general más masiva de la historia francesa a la obtención de conquistas sindicales.

En tanto, las fábricas italianas introdujeron un doble poder en los sindicatos, que son organismos de mediación del Estado capitalista, y crearon también un germen de doble poder en la sociedad al trascender los límites sindicales de la negociación de la venta de la mercancía fuerza de trabajo en el mercado laboraly adoptar posiciones políticas generales y decisiones paraestatales. El Cordobazo argentino fue aún más lejos, pues fue una seminsurrección obrero-estudiantil contra la dictadura militar y tomó el control de la segunda ciudad del país.

Existen momentos en la historia en los cuales quienes toda la vida han debido obedecer, incluso en sus propios sindicatos y partidos, deciden ser todos dirigentes, asumir colectivamente decisiones, pensar, actuar, resolver. Hay que captar esos instantes y favorecerlos en su afán de instaurar un nuevo orden más justo, en vez de llamar a los trabajadores a restaurar el orden injusto y opresor.

La separación entre el trabajo manual y el intelectual, entre los que piensan y mandan y los que ejecutan decisiones ajenas, establece una división entre los saberes elevados y teóricos y los muy ricos y valiosos conocimientos que da la práctica.

De ahí –entre los oprimidos– la subestimación de sí mismos y de sus capacidades. Sólo una ola social de fondo puede convertir a un tonelero en mariscal de Napoleón, a un ladrón de ganado en jefe militar y gobernador o a un domador de caballos, como Zapata, en líder de un pueblo en lucha, revelándoles, de paso, su propia personalidad y enriqueciendo su individualidad con su fusión en la lucha colectiva por objetivos sociales comunitarios.

Hay otros momentos, en cambio, en los que los oprimidos ven al poder como algo propio de especialistas, inalcanzable para la gente común, sucio, hostil, ajeno. La pereza mental provocada por la opresión lleva a pensar cotidianamente sólo en lo inmediato, en lo que es posible obtener o en los problemas más urgentes. Los trabajadores pocas veces se ven a sí mismos, hacen balances de sus decisiones y experiencias, encaran con consciencia la construcción de su futuro individual y colectivo.

Renuncian por eso a su individualidad y a su condición de ciudadanos, que delegan transformándose en seguidores o acólitos de caudillos que ofrecen darles, como concesión graciosa y desde el gobierno, lo que sólo los trabajadores mismos hicieron posible con sus luchas.

Esa subestimación de sí mismos crea la necesidad de líderes. Cuando Luis Inácio Lula da Silva se presentó como candidato a la presidencia de Brasil, gran parte de los oprimidos opinaba que un ex campesino, como ellos, no podía ser presidente y los obreros argentinos hicieron una huelga general y ocuparon Buenos Aires en 1945 llevando de nuevo al gobierno a un Perón que había capitulado, pero después creyeron que las leyes sociales que su lucha había conquistado eran concesiones del propio Juan Domingo Perón.

En esa subestimación, como individuos y colectivamente, hay mucho de religioso, hay milenios de esperar mesías, redentores o mediaciones celestes. También se reflejan en ella la vida de los clanes y tribus primitivos con sus jefes, una atávica tendencia gregaria. Impulsos irracionales y hasta inconscientemente sexuales llevan a la multitud a entregarse.

Sólo la adquisición de la conciencia individual en la lucha colectiva, mediante la acción común que organiza y define las iniciativas, convierte al ser humano, cualquiera que sea su grado de educación formal, en individuo pensante y capaz de decidir como ciudadano.