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Picasso: periodos azul y rosa
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odo el interés del arte se encuentra en el comienzo. Después del comienzo, es ya el fin’’, afirmó alguna vez Pablo Picasso. En este sentido, la espléndida retrospectiva de los periodos azul y rosa (alrededor de los años 1900-1906), expuesta actualmente en el Museo d’Orsay, en París, sería fundamental para aproximar las claves de la obra del pintor español.

Picasso empieza por dinamitar viejas formas y concepciones antiguas para hacer tabla rasa del pasado y crear, sobre las ruinas, formas nunca antes vistas a partir de la idea, o el profundo sentimiento, de vivir una tierra baldía donde se debaten el sexo y la muerte.

Charles Morice escribía en 1902: ‘‘Picasso parece haber recibido la misión de expresar todo lo que es. Se diría un joven dios que quisiese rehacer el mundo. Pero es un dios sombrío, sin sonrisa. Su mundo no sería más habitable que sus casas leprosas. Y su pintura misma está enferma, de manera incurable”.

Más de 300 obras (pinturas, dibujos, esculturas, fotos y archivos), presentes en la exposición Picasso: bleu et rose, permiten penetrar en la visión trágica de un artista que declaraba: ‘‘Lo que nos interesa es la inquietud de Cézanne, los tormentos de Van Gogh, el drama del hombre. El resto es falso”.

Sorprendente visión trágica, más propia del decimonónico poeta maldito y el genio incomprendido, que de un hombre tan realista con el dinero. Aparte su conflictiva vida amorosa, el pintor, calificado por algunas mujeres de hombre cruel, no puede cerrar los ojos ante el naciente siglo XX, al cual considera un ‘‘teatro de la crueldad”. Visionario, la Historia del siglo, atravesada por guerras, carnicerías, campos de concentración, violencia, muertos y más muertos dará razón a su concepción de un hombre en descomposición, descarnado, solo, en el abandono de sí mismo.

Pablo Picasso no teme las contradicciones: si cree que el interés del arte está en su inicio, pues el resto es sólo fin, él pinta hombres y mujeres marginales, perdidos en la vida, extraviados del destino, desposeídos del suyo. Seres y mundo terminados: el fin en el principio.

Entre 1900 y 1904, el artista vive entre París, Barcelona y Madrid. En el puerto catalán se vuelve un parroquiano del cabaret Els Quatre Gats, frecuentado por artistas, intelectuales y una bohemia cultivada. Se habla de Nietzsche y Wilde, de la muerte de Dios, del anarquismo, donde se conjugan modernidad y decadencia. Polivalente, Picasso pinta en esos años telas tan distintas como L’enfant au pigeon (1901), tierna representación de un niño protegiendo a una paloma entre sus pequeñas manos, y La Vie (1903), pintura de tres personajes de pie, una mujer desnuda abrazada a un hombre con el sexo cubierto por un pedazo de tela, y una mujer con un niño de brazos, vestida con una túnica. Ésta clava una mirada desafiante en la pareja acusada como Adán y Eva, expulsados para siempre del paraíso y condenados a muerte. Al fondo de esta tela, dos cuadros representan parejas refugiadas en el abrazo de sus cuerpos.

Si Picasso destruye la tradición, también la pilla, se la apodera y, con su genial alquimia, restituye, transformada en la fría y elegante Femme en bleu a La marquesa de Solana de Goya, con sus encajes apolillados por el tiempo, con sus moños de niña fea en la cabeza. Picasso escapa de la tradición y salta al futuro incierto que sus ojos de vidente saben ver: el mundo frío y devastado de un Hooper ve sus fulgores en Femme assise au fichu.

Donde el genio creativo de Picasso se expresa en toda su magnificencia es, acaso, cuando pinta desde su interior, con su solo espíritu, aislado del resto del mundo, brujo capaz de transformar el horror de la fealdad en el colmo de la belleza resplandeciente y convulsiva: La Celestina, mujer sin edad, vestida de negro, un ojo sano, otro ciego, visiones de vida y muerte, encuentro negociado por la alcahueta de cuerpos y almas, señora y ama de la guadaña.