Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de octubre de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La nata del ruido
E

l ruido se había apoderado de la atmósfera a tal grado que pronto, como otras formas de contaminación alarmante, se salió de control. No había manera de encontrar un remanso sin decibeles. O nomás tantitos, los de una conversación, un interludio musical, una tarde de lectura o meditación. Los humanos se dejaron absorber por el sonido, que progesivamente derivó a ruido que explotaba, disparaba, chirriaba, rutumbaba, expandido en cacofonías ensordecedoras indistinguibles unas de otras. La música misma sucumbió al ruido, a fuerza de subirle y subirle el volumen para hacerse oír, hasta que la trepidación industrial, automotiva y aeroespacial se sumó y devoró al blablablá inoculado en la población por vía parenteral a través de ingeniosos adminículos llamados audífonos, y la gente consintió en ponérselos en ambos oídos. Un tiempo proporcionó una manera de escoger tu sonido, cuando la actividad auditiva de la población se desconectó de las voces y los sonidos del mundo.

Saturada la atmósfera con los estruendos de una guerra de larga duración, el progreso brutal y los magnavoces para música fea. Antes, uno iba a los bares a beber y gritar con los amigos porque la música del diyéi o el flujo programado de una base de datos ensodecía las peroratas del más gritón, y era en los intervalos que uno podía decir orita vengo, voy a mear, y todos nos enterábamos. Pronto ni el bar sirvió de refugio electivo. La escandalera universal, suma de millones y millones de fuentes de ruidos del Infierno, adquirió vida propia, adelantádose a la dichosa inteligencia artificial (esa que a la larga resultaría la peor contaminación jamás producida y padecida por la humanidad, y que suplantaría sus sentidos y su cerebro). La gente dejó de distinguir si venía de su dispositivo móvil, el éter, la nube o el estruendo de su mundo derrubándose. Ningún sonido, no digamos tonada o armonía, se sobrepuso al masacote sonoro universal. Pronto los ruidos formaron ondas masivas que, llevadas por los vientos de una a otra parte del globo a través de cordilleras, mares, polos y continentes, invadía en el momento menos esperado una tundra remota, una selva cerrada, una isla, lo que fuera, algo así como la nata plástica que acabó por obliterar los océanos, los ríos y los lagos.

Porque luego estaba la cuestión del clima, esa parte esencial de la atmósfera que se trastocó hasta el delirio a pesar de las advertencias y evidencias que por años habíamos acumulado. Como todo lo demás, llegados al punto de no retorno la vida cotidiana se desarrolló en condiciones de emergencia continua por terremotos o vendavales, inundaciones, sequías, epidemias virales, calores o fríos incompatibles con la vida humana. La primera palabra que enseñó América a Cristóbal Colón fue huracán, que como maíz y canoa vienen de una lengua extinta del Caribe, el taíno. Ironías de futuro: ahora los huracanes alcanzaban para todos.

Los animales silvestres que habían resistido el Antropoceno aprendieron rápidamente que su principal enemigo, el hombre, era mucho más peligroso de día. Serpientes, venados, elefantes, cangrejos e iguanas dejaron de salir de día para mejor hacerlo cuando la gente iba a dormir. Las especies nocturnas en despoblado se fortalecieron, y las diurnas se adaptaron, dando un nuevo paso en la selección natural. Lo había alertado ya un ecólogo marino en la revista Science: los humanos bien podríamos ser la fuerza dominante de la evolución de las especies. En el mal sentido, se entiende. Pero para entonces había ya tantos ruidos y distracciones que nadie estaba prestando atención. El ruido no dejaba pensar.

Los audífonos, los tapones de espuma, los muros con cartones de huevo y demás trucos del humano ingenio pasaron a servir para maldita la cosa. Aviones supersónicos despegaban y aterrizaban a toda hora. Sí, un mundo raro, querido José Alfredo. La gente se acostumbró a las noches iluminadas por la electricidad y olvidó cómo se ve realmente es cielo, no esta mancha gris, amarilla, roja o negra de las noches en la Tierra. Se necesitaron antifaces nocturnos para dormir sin pasarse encadilado las venticuatro. La gente dejó de oír el canto de una fuente, el de las aves, el suyo interior.