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El 68, memoria y agenda inconclusa
A

l movimiento se le puede ver como un parteaguas en el camino a la democracia, pero, a la vez, como una consumación de movilizaciones y confrontaciones sociales que cubrieron buena parte de la década de los años 50. Recordemos la oleada de movimientos de aguerridos contingentes proletarios que convocan a los gobernantes a enmendar el rumbo seguido.

Lo atestiguan los maestros de Othón Salazar, los telegrafistas, petroleros y electricistas, los ferrocarrileros de Vallejo y Campa o los jóvenes médicos que en 1965 salen de sus hospitales para hacer oír sus peticiones; profesores y estudiantes de educación superior escuchan sus demandas y buscan apoyarlas. Al inventario hay que agregar las movilizaciones universitarias en Ciudad Juárez, Sonora, Morelia que formaron el cuadro inmediato del 68.

También está ahí la respuesta que dio el gobierno de un país que, habiéndose forjado en una revolución social, respondía al reclamo independiente con la fuerza y la cárcel, sustentadas en el infame delito de disolución social, cuya validez después de la guerra era insostenible. Al referir estos antecedentes, no se propone una continuidad lineal entre éstos y 1968; hay discontinuidades sin duda que el Estado, en su miopía, se empeña en borrar.

Recordemos, asimismo, que el gobierno del presidente López Mateos, luego de la represión ferrocarrilera busca nuevas fórmulas de relación con los grupos y sectores populares y proletarios, así como una nueva forma de crecimiento económico, capaz de sustentar iniciativas de redistribución social, con baja inflación y mejores índices de bienestar para la mayoría. Entonces, todo parecía dispuesto para una nueva fase de evolución política y económica y de afirmación de la hegemonía de la coalición revolucionaria.

Sin embargo, los 60 son años de rupturas; tanto en el arte como en la creación intelectual y cultural, de intenso registro de expresiones que señalan que algo profundo se ha desplazado de lugar en la sociedad. Y en el mundo.

Sin previo aviso, la protesta y el reclamo juvenil devinieron gran foro para una conciencia cívica que, incipiente, rechazaba el autoritarismo, la corrupción y la impunidad, que solían darse por inconmovibles en la política a la mexicana. Estas exigencias tenían un indudable carácter político y su pliego petitorio, directo y hasta elemental, como lo calificaron algunos, tenía implicaciones transformadoras del orden político. Sobre la marcha configuró además un severo reclamo ético. Y de exigencia obstinada a los gobernantes de respeto a su propia legalidad.

Universitarios, de prácticamente todos los centros de estudio superior en la capital y buena parte del país; amplios grupos sociales que ejemplificaban el éxito de la movilidad social: nuevas clases medias, mejor educadas, profesionales en ascenso, encarnaron un reclamo unánime de legalidad y otra modernidad, democrática y liberal. Dice Gilberto Guevara Niebla: “Las brigadas estudiantiles invadieron todos los lugares públicos de la metrópoli. Actuaban sobre la calle, haciendo mítines, distribuyendo volantes, colectando dinero y organizando discusiones en todos los barrios de la ciudad, en los mercados, en las fábricas, en los cines (…) En el seno de los mismos hogares se introducía la temática del conflicto que convulsionaba a la capital y a la provincia provocando divisiones familiares. En realidad, el país experimentaba una auténtica ‘revuelta democrática’ urbana (…) no hubo grupo social que escapara al impacto del movimiento”.

Las lecciones de aquellas intensas jornadas son muchas. No se puede minimizar sus implicaciones o reducirlo al desenlace trágico de Tlatelolco; tampoco puede omitirse su irradiación posterior: el ascenso del movimiento de insurgencia popular, sindical, campesino que irrumpe en los años 70. Se trató de movimientos que, queriéndolo y no, cuestionaban al Estado, y actualizaban la gesta de los estudiantes. No únicamente exigían respeto a sus demandas laborales y gremiales, planteaban cambios de fondo al conjunto de la vida política local y nacional.

Finalmente, la crisis del sistema presidencialista autoritario subyacente a las grandes movilizaciones de aquellas dos décadas intensas derivó en la impugnación del corporativismo; es decir, en el reclamo democrático para todos y el respeto a la independencia de las diversas organizaciones sociales.

En palabras de Adolfo ( Fito) Sánchez Rebolledo:

“(…) estoy convencido de que sin la insurgencia obrero-sindical no se hubiera abierto la reforma como se abrió en el año de 77 y en las condiciones que se dieron porque creo que esa era la única opción que realmente cuestionaba al Estado; es decir, no sólamente exigía respeto a sus posiciones, sino que además planteaba una alternativa, un cambio en el mundo, al conjunto de la vida tanto política como nacional”.

Y agrega: Cuando llega la reforma política, la crisis y la represión habían dejado a la izquierda en una situación muy complicada, de tal manera que la apertura en vez de ser aprovechada por la izquierda, como se había diseñado, va a ser 'cosechada por el Partido Acción Nacional, que capitaliza electoralmente los movimientos, sobre todo los cívicos del norte de la República mexicana donde la derecha tenía una presencia enorme. De tal manera que la gran paradoja fue que una reforma pensada para la izquierda la aprovechara la derecha.