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1968: la larga marcha y su agenda inconclusa
E

ntre la libertad ganada y el inicio del reclamo democrático de masas en 1968 y el presente político, dominado por un pluralismo indiscutible y un orden democrático entendido como mandato político mayor, se ha querido trazar una línea recta. Al hacerlo, se soslaya la secuela inicial del movimiento y se incurre en una omisión mayor: la que hoy podemos atribuir a todos los actores de la transición a la democracia: la cuestión social y sus implicaciones sobre la práctica y el discurso político que entonces emergía.

Este olvido mayor, en los años 70 fue reclamo masivo de derechos sociales, de respeto a la democracia sindical y por bienes públicos esenciales para un hábitat digno. Estas movilizaciones se vieron y entendieron como herederas del movimiento estudiantil del 68. Y así fue, porque sus proclamas pasaron por las grietas abiertas por el movimiento en el muro del autoritarismo presidencialista.

Se trata de un desafío que adquiere amplitud y profundidad con el Frente Nacional de Acción Popular, las jornadas proletarias del SUTERM encabezado por don Rafael Galván y, después, con la Corriente Democrática de los electricistas, la sindicalización de bancarios, académicos y trabajadores universitarios, las invasiones de tierras rústicas y urbanas.

Esas movilizaciones y sus voces conforman el magno coro para el lanzamiento de la reforma electoral del presidente López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, pero no hallan en ese reformismo cauce ni respuesta adecuadas. Los grupos dirigentes, derrotados o arrinconados, optan por la retaguardia o la negociación gremial específica, mientras que la reforma electoral desplegaba sus potencialidades pluralistas y representativas en lo político.

Tomadas en conjunto, esas demandas deberían haber servido para bosquejar un abanico de opciones para la política y el desarrollo del país, hasta ser una alternativa a la ruta cuyo desgaste político arrancó con el 68. En su lugar sobrevino la gran crisis de la pauta de desarrollo precipitada por el sobrendeudamiento externo, una aguda cadena de inflación y devaluación e inéditas presiones de organismos financieros internacionales que obstaculizaron la búsqueda de opciones nacionales, congruentes con el cuadro social y político que se tenía. En vez de ello, las élites dirigentes en la economía y la política encontraron en el cambio estructural globalizador, con profundas reformas de mercado y la apertura externa radical, el camino a seguir.

A la contracción de los resortes de la intervención del Estado en lo social, se sumaron amplias e intensas privatizaciones del sector público y se olvidó atender las cuestiones sustanciales del desarrollo: la redistribución económica y social y un aprendizaje democrático que llevara a la naciente ciudadanía política a planos relacionados con la administración de la economía política del Estado en su conjunto.

La construcción de un Estado constitucional moderno implica una combinación institucional efectiva entre su impronta democrática y sus compromisos constitucionales con la justicia social. Así lo plantearon los contingentes de los años 70 y lo recogieron las fuerzas del Frente Democrático Nacional en los 80, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, en los hechos, tanto el tema social como una respuesta histórica del Estado, inscrita en la tradición revolucionaria y constitucional, de nueva cuenta fueron dejadas de lado, soslayadas e incluso desnaturalizadas por la implantación salvaje del individualismo y su rápida traslación a las formas de entender la política estatal por parte de los grupos dirigentes. En lugar de contrato social renovado, se le ofreció al país competencia sin cauce ni cuartel.

A 50 años del estallido estudiantil, debemos reconocer estas posposiciones y olvidos. Para darle a aquel reclamo primigenio su obligada consumación en una democracia social propiamente dicha. Así lo requieren México y su modernidad, siempre inconclusa, marcada por profundas brechas de desigualdad y vulnerabilidad social.

El movimiento del 68 fue un punto de partida en la vida social y política del país. Las banderas izadas por los estudiantes eran políticas, no defendían intereses particulares o gremiales ni de contenido económico o redistributivo. Resumían anhelos de libertad, elementales derechos cívicos, y un firme reclamo al gobierno y al Estado de que respetara su propia legalidad.

De principio a fin el movimiento fue constitucionalista. De ahí su fuerza y legitimidad perdurables. Su desenlace trágico no se olvida y por ello es preciso inscribirlo en una historia compleja y del presente. No puede reducirse ni asimilarse a aquellos acontecimientos tristes que nos produjeron rabia y furia, sobre todo en los más jóvenes e inexpertos. Para hacer florecer el recuerdo, hay que convertirlo en el inicio de una reflexión comprometida con la razón histórica.

La de los estudiantes fue una proeza mayor al volverse nueva conciencia del país real, a partir de la cual sería posible conjugar las memorias: de la trágica y cruel, al momento festivo y lúdico y, sobre todo, al recuerdo del cultivo y respeto a la deliberación colectiva, la solidaridad compartida, el reconocimiento racional y emocionado de unos líderes que no mentían ni se someterían a las abusivas decisiones del poder. Todo esto hizo del Movimiento un orgulloso portador de la gran promesa de una mutación civilizatoria de la sociedad y del Estado. Portador portentoso de la necesidad de construir y conservar una memoria de la política como actividad creadora, a decir del gran peruano Mariátegui.

“Que el cumplimiento de la Constitución tuviera que ser exigido por un movimiento tachado de subversivo, nos ilustra el gran filósofo Luis Villoro, ponía al descubierto toda la mentira ideológica en que vivía el régimen. Es curioso observar que ningún otro movimiento estudiantil en el mundo reivindicó su propia Constitución, porque en ningún otro país existía ese divorcio entre el discurso y la realidad como en México”.