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Vox Libris
Leonardo da Vinci
Periódico La Jornada
Domingo 9 de septiembre de 2018, p. a16

El genio más creativo de la historia, Da Vinci, tiene nueva biografía. Walter Isaacson es el autor. Con autorización de Penguin Random House, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de Leonardo da Vinci

Cuando rondaba esa inquieta y trascendental edad que son los treinta, Leonardo da Vinci escribió una carta al señor de Milán en la que enumeraba las razones por las que este debía proporcionarle un empleo. Había disfrutado de cierto éxito como pintor en Florencia, pero encontró problemas para terminar sus encargos y buscaba nuevos horizontes. En los diez primeros párrafos, Leonardo se jactaba de sus habilidades en ingeniería, sin olvidar su capacidad para proyectar y diseñar puentes, canales, cañones, carros acorazados y edificios públicos. No fue hasta el ‘‘undécimo’’ párrafo, al final, que añadió que, además, era artista: ‘‘También puedo esculpir en mármol, bronce y yeso, así como pintar, cualquier cosa tan bien como el mejor, sea quien sea’’.

No mentía. Con el tiempo, realizaría dos de las pinturas más célebres de la historia: la Última cena y la Mona Lisa; pero Leonardo se consideraba asimismo, y por igual, ingeniero y científico. Con una pasión lúdica y obsesiva, realizó estudios innovadores de anatomía, de fósiles, de pájaros, del corazón humano, de máquinas voladoras, de óptica, de botánica, de geología, de corrientes de agua y de armamento. Así se convirtió en el arquetipo del hombre del Renacimiento, una inspiración para todos los que creen que ‘‘las infinitas obras de la naturaleza’’, por citar al propio Leonardo, se hallan entretejidas en un todo lleno de maravillosos patrones. Su capacidad para combinar arte y ciencia, simbolizada por su dibujo de un hombre completamente proporcionado con los brazos extendidos dentro de un círculo y un cuadrado, conocido como el Hombre de Vitruvio, lo convirtió en el genio más innovador de la historia.

Sus investigaciones científicas conformaron su arte. Leonardo arrancó la piel de los rostros de los cadáveres, delineó los músculos que mueven los labios, para pintar después la sonrisa más inolvidable del mundo. Estudió cráneos humanos, hizo dibujos en sección de huesos y de dientes para transmitir el sufrimiento de la extrema delgadez de San Jerónimo. Exploró la matemática de la óptica, mostró cómo inciden los rayos de luz en la córnea para conseguir la mágica ilusión del juego de perspectivas de la Última cena.

Mediante la conexión de sus estudios de luz y de óptica con su arte, logró dominar el sombreado y la perspectiva para modelar objetos en una superficie bidimensional de modo que estos aparentaran ser tridimensionales. Esta capacidad de ‘‘hacer que una simple superficie plana manifieste un cuerpo relevado (que figure relieve), y como fuera de ella’’, según Leonardo, era ‘‘la intención primaria del pintor’’. En buena medida gracias a su labor, la dimensionalidad se convirtió en la innovación suprema del arte renacentista.

Al envejecer, Leonardo prosiguió con sus investigaciones científicas, que no había puesto únicamente al servicio de su arte, sino también para satisfacer un anhelo instintivo a la hora de desentrañar la profunda belleza de la creación. Cuando buscaba y rebuscaba una teoría que explicase por qué el cielo es azul, no solo pretendía dar forma a su pintura, sino que además lo hacía por una natural, particular y maravillosa curiosidad.

Sin embargo, ni siquiera cuando Leonardo reflexiona sobre por qué el cielo es azul, puede separar la actividad científica de su arte. Juntos constituyeron el alimento de su pasión, que no consistía sino en dominar todo lo que había que saber sobre el mundo, incluido el lugar que ocupamos en él. Da Vinci sentía un hondo respeto por la naturaleza en conjunto y sintonizaba con la armonía de sus patrones, que veía reproducidos en toda clase de fenómenos, fueran estos grandes o pequeños. En sus cuadernos aparecen dibujados rizos de cabello, remolinos de agua y turbulencias de aire, junto a notas en las que intenta explicar los fundamentos matemáticos de dichas espirales. Mientras me hallaba en el castillo de Windsor contemplando los torbellinos de energía de los ‘‘dibujos del diluvio’’, que Leonardo realizó hacia el final de su vida, le pregunté a su conservador, Martin Clayton, si creía que los había concebido como obras de arte o de ciencia. Nada más plantearlo, me di cuenta de que resultaba absurdo. ‘‘No creo que Leonardo hiciera esa distinción’’, respondió Clayton.

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▲ Walter IsaacsonFoto MAFRA/Tomas Krist

Me embarqué en este libro porque Leonardo da Vinci constituye el paradigma del principal tema de mis anteriores biografías: que la capacidad de establecer conexiones entre diferentes disciplinas –artes y ciencias, humanidades y tecnología– es la clave de la innovación, de la imaginación y del genio. Benjamin Franklin, una figura que abordé con anterioridad, fue un Leonardo de su época: sin educación formal, autodidacta, llegó a ser un polímata con una poderosa imaginación, el mejor científico, inventor, diplomático, escritor y estratega empresarial de la América ilustrada. Haciendo volar una cometa, demostró que los relámpagos son electricidad e inventó el pararrayos para dominarlos. Creó también las gafas bifocales, maravillosos instrumentos musicales, estufas de combustión limpia, mapas de la corriente del Golfo y el estilo único de humor simple y directo típico de Estados Unidos. Albert Einstein, cuando se sentía bloqueado en el desarrollo de su teoría de la relatividad, tomaba el violín y tocaba Mozart; su música lo ayudaba a conectar de nuevo con la armonía del cosmos. Ada Lovelace, cuyo perfil biográfico tracé en un libro sobre los innovadores, combinaba la sensibilidad poética de su padre, lord Byron, con el amor de su madre por la belleza de las matemáticas, con el fin de imaginar una calculadora mecánica universal. Y, al final de muchas de las presentaciones de sus productos, Steve Jobs mostraba una imagen de un cartel donde aparecía el cruce entre la calle de las artes liberales y la de la tecnología. Leonardo fue su héroe. ‘‘Vio la belleza en el arte y en la ingeniería –dijo Jobs–, y su capacidad para combinarlos lo convirtió en un genio’’.

Sí, era un genio: muy imaginativo, con una desmesurada curiosidad por saber e innovador en múltiples disciplinas. Sin embargo, debemos tener cuidado con esa palabra: colgarle la etiqueta de genio a Leonardo, aunque parezca extraño, lo rebaja, al hacer que parezca alguien tocado por un rayo. Uno de sus primeros biógrafos, Giorgio Vasari, artista del siglo XVI, cometió este error: ‘‘Los cielos suelen derramar sus más ricos dones sobre los seres humanos –muchas veces naturalmente, y acaso sobrenaturalmente–, pero, con pródiga abundancia, suelen otorgar a un solo individuo belleza, gracia e ingenio, de suerte que, haga lo que haga, toda acción suya es tan divina que deja atrás a las de los demás hombres, lo cual demuestra claramente que obra por un don de Dios y no por adquisición de arte humano’’. En realidad, el genio de Leonardo era humano, forjado por su propia voluntad y ambición, y, a diferencia de Newton o Einstein, no se debía al don divino de una mente con una capacidad de procesar información que los simples mortales no entendemos. Leonardo casi no tuvo estudios y apenas sabía leer en latín o hacer divisiones complicadas. Su genio era de una clase que entendemos y que incluso nos sirve de ejemplo. Se basaba en habilidades que podemos aspirar a mejorar en nosotros mismos, como la curiosidad y unas enormes dotes de observación. Poseía una imaginación agudísima, que lindaba con la fantasía, una cualidad que podemos tratar de preservar en nosotros y de disfrutar en nuestros hijos (...)

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