Editorial
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Violencia: cancelación de la democracia
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compañado por diversas organizaciones sociales de observación electoral, Giancarlo Summa, director del Centro de Información de la Organización de las Naciones Unidas para México, Cuba y República Dominicana, advirtió ayer que la violencia política en México ha alcanzado niveles nunca antes vistos y representa un desafío al proceso electoral que vive el país. Varios representantes de organizaciones no gubernamentales señalaron además la persistencia de mecanismos de distorsión de la voluntad popular, como la compra de votos, la corrupción y la inequidad. Estos señalamientos confirman lo dicho hace unos días por Janine Otálora, presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, respecto de que la elección en curso está marcada por el signo de la violencia.

Algunas autoridades electorales han pretendido minimizar el fenómeno, como el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, quien a finales de la semana anterior desestimó la posibilidad de que los comicios sean descarrilados por los asesinatos y las agresiones a candidatos y políticos en general.

Aunque es cierto que, como señaló el titular del INE, esta violencia no fue generada por el proceso electoral sino que ya estaba allí al inicio de éste, es al menos poco prudente ignorar el impacto que ha tenido en el desarrollo de la renovación de autoridades en diversos escenarios. No debiera ser necesario explicar que una elección se ve profundamente alterada por el homicidio de uno de los contendientes, y esto ha ocurrido en decenas de localidades del país, tanto con aspirantes a presidentes municipales y regidores como con postulados a puestos legislativos, y va en vías de volverse noticia cotidiana.

Se ha señalado que alrededor de un millar de políticos de distintos partidos decidieron bajarse de las candidaturas por temor a poner en riesgo su vida y suman más de un centenar los asesinados desde el inicio de las campañas en curso.

Desde otra perspectiva, parece indiscutible que algunas organizaciones delictivas decidieron asumir una participación siniestra y aberrante en la elección mediante la supresión física de aspirantes a cargos de representación popular que no eran de su agrado o que no se alinearon con sus intereses, y que en algunos casos los homicidios registrados hasta ahora desembocarán en instituciones favorables o no tan adversas a tales organizaciones. La situación ilustra, por añadidura, hasta dónde ha llegado la criminalidad en su afán de contar con autoridades cómplices u omisas.

Los hechos referidos debieran hacer ver a todas las fuerzas políticas involucradas en la contienda la imperiosa necesidad de emprender un proceso de desactivación de la violencia y de neutralización de los grupos delictivos que vaya más allá de los actuales lineamientos de seguridad pública y combate a la delincuencia, los cuales se han mostrado, año tras año desde 2007 hasta la fecha, ineficaces y hasta contraproducentes. De otra manera, la aterradora perspectiva de que las balas remplacen a los votos acabará por cancelar los procesos democráticos –de suyo endebles e insatisfactorios– en el país.