Opinión
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Tiempo de Blues

La pluma de El Negro en el concierto de King Crimson

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El del septeto, uno de los mejores conciertos que uno puede disfrutarFoto Skype Maford
P

ocas faenas tan difíciles de resolver, como escribir una reseña sobre un concierto (cualquiera que éste sea). ¿Cómo escribir sobre la música? ¿De las notas que surcan el aire durante fracciones de segundos y que se van ahí, al espacio? No las ves, no las palpas, ¿tan sólo las percibes a través de tus oídos?

Y cuando el concierto es de King Crimson, la nota, la reseña o la crónica se complica, ya que no hay palabras para transmitir, aunque sea someramente, el universo de emociones, cruces sonoros y, sobre todo, de cómo percibimos tres baterías tocadas al unísono, sentir en el plexo los sonidos graves de las mismas y que logran un perfecto encuadre en la parafernalia genial de la banda toda. Para hacer la reseña –primero– había que digerir el concierto todo, para después sentarse en espera de que las imágenes y las notas nos guiaran por las teclas. Mientras esto sucedía, leí los comentarios de mi amigo Francisco J. Ramírez, conocedor, como pocos, del rock progresivo. Es tan exacta y vívida la reseña, que me atrevo a transcribirla tal cual. No hay más, así que:

”Primera llamada

Prohibido sacar su celular y cámaras durante el concierto. Sólo se puede grabar con los ojos y la mente”. La advertencia por los altavoces era, a decir verdad, una invitación a dejarse llevar por el sonido estratosférico de King Crimson, la banda más emblemática de rock progresivo. El respetable soltó una carcajada cuando la dulce voz femenina dijo aquello como si fuera una broma. Primero, porque los guardias de seguridad estaban atentos a cualquier movimiento y había peligro de requisar el dichoso aparato. Y segundo, y más importante, porque el grupo liderado por el inmutable Robert Fripp (a quien horas antes lo había tenido frente a mí, pero un gordo de camisa naranja no dejó que me firmara) no admite ninguna distracción.

Segunda llamada

“Mel Collins arrancó con una sugerente flauta, e incluso hizo un guiño al incluir parte del himno nacional en su comienzo, pero, pasado el ambiente relajado, estallaron las galaxias. Con su ejecución contundente y pesada, King Crimson inundó ayer el Teatro Metropólitan de un absorbente sonido fusión, que transitaba por territorios del jazz, el folk, el rock progresivo e incluso el heavy rock, con tres baterías, en primera línea y sincronizadas con detalle relojero, que daban un carácter imponente a cada una de sus majestuosas interpretaciones.

Su sonido es misterioso y adictivo, con un profundo oleaje de decibelios. Hay una urgencia controlada en las guitarras de Fripp y Jakszyk, escoltadas por el bajo frenético de Tony Levin. Collins aporta dramatismo con su flauta, saxofón o mellotron. Y los tres bateristas (Pat Mastelotto, Gavin Harrison y Jeremy Stacey) nutren de fiereza el pasaje. Recrean paisajes casi sobrenaturales, con un aire apocalíptico, definitivo, como esas ecuaciones físicas que manejan el espacio, el tiempo y la materia para resolver enigmas humanos. Casi imposible, permanecer impasible ante la impactante onda expansiva de rock, o lo que sea eso, de King Crimson.

Tercera llamada

Cierto que a veces pueden resultar demasiado excesivos en su trascendencia, convirtiéndose en una propuesta cargante para el aficionado de gustos primarios, pero su fuerza instrumental es innegable. Se mueven en escalas diferentes, de menos a todo, del fin al detalle minimalista o al silencio, siempre en continuo viaje. Esta célula independiente –tal como le gusta calificar a la banda a Fripp– tiene identidad exclusiva. Etiquetar a King Crimson de rock progresivo o sinfónico es quedarse corto. Es reducir algo más complejo a una simple catalogación; más, cuando el tiempo no ha dejado bien parado al rimbombante rock sinfónico, con toda su pompa y sus fuegos artificiales que no dicen nada décadas después. Con todos sus cambios de formación, con todas las manías y proyectos paralelos del genio Fripp –auténtico vehículo creativo del grupo–, King Crimson es mucho más. Un experimento en continuo movimiento, repleto de fiereza instrumental y buenas dosis de transgresión, con identidad de clásico y aroma marciano.

Decían por los altavoces que sólo se podía grabar con los ojos y la mente. Visto y oído lo de ayer, en este esperado regreso, se puede decir que sí: será difícil olvidarlo, sonando como suenan aún a una galaxia lejana.”

Hasta aquí la reseña de Francisco J. Ramírez que, al igual que muchos de los seguidores del rock progresivo, compartieron y disfrutaron uno de los mejores conciertos –sin duda– que en vida uno puede escuchar.