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E

n junio de 2016 los ciudadanos de Reino Unido votaron en un referendo para decidir permanecer en la Unión Europea (UE) o abandonarla, proceso conocido como Brexit.

El entonces primer ministro, David Cameron, consideró que ofrecer esa votación era necesario, debido a las divisiones en su partido, el Conservador, respecto de la pertenencia a la UE y que sólo así ganaría las elecciones de 2015. Además estaba el ascenso de Ukip, partido independentista abiertamente antieuropeo.

En ambos casos enfrentaba un malestar acumulado entre mucha gente en su país en torno a la relación con Europa, especialmente tratándose de los problemas migratorios.

La disyuntiva de Cameron fue definida por un analista como escoger entre cortarse el cuello o rajarse la muñeca. Perdió la votación y tuvo que abandonar inmediatamente el puesto, mismo que ocupó Theresa May cuando la reina le pidió formar un nuevo gobierno.

A mediados de abril pasado May convocó a una elección parlamentaria anticipada, con el fin de fortalecer su mandato, a pesar de contar con la mayoría que le permitía gobernar y negociar el Brexit duro que ella pretendía, o sea, forzar sus condiciones sobre el gobierno de Bruselas.

La decisión fue equivocada. Ganó la elección, pero perdió la mayoría para gobernar, al tiempo que facilitó la recuperación electoral de los laboristas.

Una pregunta simple que cabe hacer es: ¿Por qué forzar la democracia si su mandato era claro? Otra pregunta pertinente es: ¿Por qué hubo un cambio en el parecer de los votantes que reduce la capacidad negociadora de su gobierno con la UE?

En el último año, en los países que se denominan democracias occidentales, han habido dos elecciones que marcan el estado del tiempo político: una, la del Brexit, y otra la de Donald Trump en Estados Unidos.

La democracia tiene sus reglas. No son las mismas en todas partes, y unas son mejores que otras.

También tiene sus manías, no a la manera de la moda o de los trastornos siquiátricos, sino como cuadro clínico, en un sentido sociológico, tanto del lado del poder como de lo que quiere la gente. La elección de Macron en Francia puede ilustrar esta situación.

Para May, será bastante difícil gobernar desde el 10 de Downing Street e incluso hasta su permanencia en la famosa dirección londinense.

En el panorama político de Reino Unido, esta reciente elección tiene marcas notables. Primero, el cuestionamiento al partido gobernante. Luego, la recuperación del maltratado Partido Laborista, sobre todo después de la derrota de Ed Miliband frente a Cameron en 2015. Ahora el muy cuestionado Jeremy Corbyn ha resucitado, empujado por los votantes jóvenes.

El Ukip no dio señales de vida y tampoco los liberales demócratas.

El Partido Nacional Escocés se derrumbó y los emblemáticos promotores de la independencia, Angus Robertson y Alex Salmond, perdieron sus escaños en el parlamento. Un nuevo referendo por la separación de Escocia ha sido ya descartado.

Este último es un asunto interesante en el momento en que avanzan los separatistas catalanes y llaman a un referendo unilateral para el próximo primero de octubre, en un tren de choques con el gobierno central.

La decisión de May ha provocado inestabilidad política adicional que se podría haber ahorrado. Del otro lado del Atlántico, Trump acicatea la suya, ahora con el enfrentamiento abierto de par en par con el ex director de la Oficina Federal de Investigaciones y con un consejero especial ya nombrado por el Departamento de Justicia para investigar la supuesta injerencia rusa en la elección de noviembre pasado.

Resuenan en el horizonte las consabidas palabras de Winston Churchill: La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los sistemas políticos restantes.

Los regímenes autoritarios se instalan en muchas partes del mundo, las democracias avanzadas enfrentan con dificultad las nuevas demandas de los ciudadanos; la mayor parte se queda al margen. Muchos candidatos no están a la altura de los cambios que se registran: Hillary Clinton fue un caso en cuestión.

En otras partes, las prácticas de manipulación democrática se renuevan sin cesar y mientras los que las promueven obtienen triunfos electorales, éstas pueden resultar victorias pírricas.

Hay reacomodos que provocan el resquebrajamiento de los sistemas políticos y las estructuras institucionales. Se extiende el campo para la manipulación de las intenciones del voto, el fraude y las tentaciones totalitarias.

Las elecciones recientes en México para elegir gobernadores en varios estados no salieron de las formas convencionales de la gestión de esta democracia. Es apenas el preparativo para los comicios presidenciales del año entrante.

Las autoridades electorales no logran salir sin rasguños de los procesos de votación. Éstas deberían cumplir su labor con un estricto apego a la ley y evitar ofrecer interpretaciones de los hechos y sin calificaciones descabelladas del proceso electoral y sus resultados.