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Ganar el poder: ¿para qué?
C

on José Agustín Ortiz Pinchetti he coincidido y diferido; hace tiempo iniciamos grupos para el impulso de una democracia escurridiza que no acaba de lograrse; ahora ambos somos de Morena. Hemos tenido en algunos casos opiniones divergentes en asuntos prácticos y teóricos, pero no hemos dejado de considerarnos amigos y tratarnos con cortesía. Es que en el fondo ambos queremos un cambio y esperamos contribuir a él; estamos, a pesar de nuestra edad, en una nueva aventura que pretende sacar a México del lodazal de cinismo, corrupción y torpezas en que se debate.

Hace unos días, José Agustín aceptó presentar mi libro Humanismo cristiano y capitalismo en la Universidad Iberoamericana y luego tuvo la amabilidad de escribir sobre él en su leída y aguda columna de La Jornada El Despertar (9/4/17) y con ello me da oportunidad de reflexionar sobre un tema fundamental en el que coincidimos en el fondo, pero no en algunos puntos de vista sobre la dirección que se debe seguir ahora que parece posible, nuevamente, un cambio político de fondo.

Es posible que el movimiento que crece y se extiende en el país, que se define a sí mismo como eso, un movimiento, pero también asume la responsabilidad de actuar como partido político, forma indispensable para alcanzar el poder por la vía pacífica; partido o movimiento, movimiento o partido, tiene que responderse la pregunta capital: el poder ¿para qué?

Desde luego, la respuesta está ya planteada, no mentir, no robar, no traicionar. Esos postulados éticos, por sí solos, significarían un gran cambio en un país en que los gobernantes se dedican al saqueo desde hace décadas y cultivan el engaño como herramienta para llegar al poder, mantenerse en él y transmitirlo a sus descendientes. Está bien no mentir, no robar, no traicionar, pero eso no es suficiente para un cambio de rumbo. Eso es apenas la base, la plataforma, el punto de partida para algo más profundo, más de raíz.

José Agustín ve como el camino al reformismo, distingue la economía de mercado del capitalismo, cita a Fernand Braudel; sostiene que el capitalismo surge de la economía de mercado, pero que es su enemigo. La economía de mercado dice, es competitiva, transparente y permite un juego de oportunidades e iniciativas. En cambio, el capitalismo es más moderno, su fin no es competir, sino dominar y en la práctica provoca la desaparición de la competencia.

Tiene razón, sólo que, opino, ese capitalismo dominante, hipertrofiado, global, es precisamente el resultado de la competencia; los que ganan compitiendo se adueñan del poder económico, son triunfadores según la fácil filosofía de la nueva era. En la competencia necesariamente, algunos triunfan y otros, muchos otros, pierden, son los derrotados, los perdedores. Si se acepta el principio de la competitividad como valor supremo de una comunidad, tarde o temprano esa comunidad terminará siendo un espacio en que convivan, como ya lo estamos viviendo, explotados y explotadores, dueños del capital y los que trabajan para ellos.

Los patrones son los triunfadores; empleados, clientes, prestadores de servicios, competidores insignificantes serán automáticamente los perdedores, los de abajo del sistema. Ni en el libre mercado ni mucho menos en el neoliberalismo capitalista, los trabajadores son dueños del capital, en realidad no son dueños de nada.

Una gran empresa moderna, minera, comercial, hotelera, un banco, una compañía de transportes es una gran maquinaria para producir cierta riqueza, sólo que a costa de destruir otras riquezas de orden superior. Se crea dinero, pero se destruye naturaleza, ambiente y personas; en efecto, se oprime y mantiene a un amplio sector de personas en la dependencia y en la marginalidad.

Es muy cierto, como dice José Agustín, que son cosas distintas empresarios y monopolios, pero los monopolios son también empresas, sólo que son las empresas que derrotaron a las demás en la competencia; se compite para ganar, para quedar en la cumbre y para controlar y dominar. Hay otra propuesta diferente, las relaciones fundamentales deben ser no de lucha ni de competencia sino de colaboración y cooperación.

Creo que debemos plantear como modelo de los procesos sociales la cooperación, la solidaridad, el esfuerzo común. Podemos pensar en una legislación que abra espacios a los trabajadores, empleados, subordinados a participar en la propiedad y en la dirección de las empresas. No es imposible, si la empresa es próspera los trabajadores lo deben ser también; las utilidades que les tocan por ley, sus ahorros, pueden ser parte del capital y siendo partícipes, puede tener lugares en los consejos de administración.

Cambiar las estructuras políticas es importante, la democracia es una exigencia de nuestro tiempo, pero también se requiere cambiar las estructuras económicas injustas. Democracia y justicia distributiva son dos caras de la misma moneda.