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Cuba-EU: ¿deshielo o congelamiento?
A

sí de tajante se presenta, para ponerla en términos meteorológicos, la disyuntiva que afrontan las relaciones entre Estados Unidos y Cuba a partir del triunfo de Donald Trump en los pasados comicios del primero de esos países. Aunque desde los extremos los avances registrados en el acercamiento de las dos naciones sean vistos como muy modestos, lo cierto es que, si se compara la retórica de guerra fría que durante décadas emplearon Washington y La Habana para calificarse recíprocamente con el discurso usado en el último tramo de la administración de Obama, la diferencia de tono resulta clara y significativa.

Si bien las posiciones de fondo permanecieron inalterables (cosa entendible en tanto se trata de dos modelos de sociedad prácticamente antagónicos), la flexibilización del lenguaje formal, diplomático, declarativo, permitió a lo largo de los dos o tres años recientes generar expectativas bastante optimistas en cuanto a la regularización de relaciones entre la primera superpotencia del mundo y el primer experimento socialista de América Latina. Y si a ese cambio de tono se le suman las declaraciones de intención y las –pocas, es verdad– medidas adoptadas para distender dichas relaciones (aumento de la colaboración científica, aliento a Cuba para su acercamiento a organismos financieros, refuerzo al magro comercio bilateral, ampliación de las categorías de viajeros estadunidenses a la isla), no parece quimérico pensar en un futuro levantamiento del arbitrario y pernicioso embargo económico que desde 1960 asfixia a la economía isleña, condición esencial para el inicio de una nueva etapa.

La llegada de Trump a la Casa Blanca vino a restar claridad al panorama, o por lo menos a sembrar dudas sobre las perspectivas de normalización en el nexo Cuba- EU, y no sobra decir que la disposición (o falta de ella) que el presidente republicano muestre para contribuir a la misma puede ser decisiva para el proceso. Las señales que hasta ahora ha enviado al respecto son equívocas: apuntó que La Habana debe ofrecer mejores condiciones a Estados Unidos en el acuerdo de acercamiento emprendido durante la gestión de Obama, pero también dijo que cincuenta años (de bloqueo) son suficientes.

Nombró en su equipo de transición a Mauricio Claver-Carone, anticastrista furibundo y miembro del principal grupo pro embargo hacia Cuba, pero celebró las enormes posibilidades de inversión que ofrecería este país a sus colegas y compatriotas empresarios (que no son pocos), que ven a la nación caribeña como un apetitoso mercado al alcance de su producción. Declaró que no le iba a temblar la mano para liquidar el acuerdo en marcha, pero dijo (por interpósita asesora y estratega de campaña) hallarse abierto para estudiar y de hecho reiniciar las relaciones entre su país y la isla. Da la impresión, en suma, de estar calibrando hasta dónde los intereses financieros, económicos y comerciales en juego pueden subordinar sus obcecados principios ideológicos.

De su lado, el gobierno encabezado por Raúl Castro ha manifestado que, aun cuando ello signifique poner en riesgo el deshielo en curso, aceptaría una relación con los estadunidenses sólo si ésta no tuviera condicionamientos y se concretara en términos de igualdad. Estas expresiones constituyen, sí, una contrarréplica nominal a las bravatas de Trump, pero también son un advertencia para que los inversores interesados en la normalización ajusten sus mecanismos de presión sobre el propio mandatario y el círculo de cubanoestadunidenses más intransigentes y montaraces, que ponen por encima de todo su odio inveterado por la revolución, sus artífices y sus simpatizantes.