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Ver día anteriorSábado 17 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hobbes desarmado
L

a depresión de Potemkin. A propósito de un ensayo sobre Kafka, Walter Benjamin narra una escena en la cual el mariscal Potemkin, el ministro favorito de la emperatriz Catalina en la Rusia de fines del siglo XVIII, solía arrinconar en una suerte de catatonias cíclicas a la administración del gobierno.

Potemkin padecía de largas depresiones, durante las cuales nadie se le podía acercar. Para disuadir a los audaces de mantenerse a distancia, sus aposentos se hallaban vigilados por la Guardia Real. Transcurrían semanas en las que se acumulaban órdenes y documentos sin firmar. Una de estas depresiones se prolongó, al parecer, durante semanas. Los soldados dejaron de recibir su paga, la basura se acumulaba en las calles de las ciudades; ni siquiera la servidumbre de la emperatriz funcionaba normalmente. El gabinete de ministros no sabía qué hacer. Shuvalkin, uno de los tantos asistentes que deambulaban en el Palacio de Gobierno, encontró una solución. Bastaba con llevar los documentos directamente a Potemkin para que éste los firmara. ¿Qué podía tener en contra de un insignificante secretario el poderoso ministro? Shuvalkin, al que la guardia conocía, entró en los aposentos del mariscal. El lugar olía mal y el desarreglo lo arruinaba aún más. En el fondo divisó a Potemkin con la barbilla tan hundida en el pecho que apenas podían verse sus ojos. Se acercó a él y le alargó los documentos. Para su sorpresa, el premier empezó a firmar uno tras otro rápidamente. Shuvalkin no podía caber en sí, y con un gesto de triunfo llevó el legajo de papeles a los ministros. Pasados unos momentos, aparecieron de nuevo las caras de consternación. En efecto, Potemkin había firmado los documentos, pero con el nombre de Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...

A unas cuantas semanas del ascenso de Donald Trump, cada día que pasa su figura se asemeja a la del imponderable Shuvalkin, en la que cada una de sus consignas de campaña no encuentra resonancia mayor en los laberintos de la política de Washington. A ello se agrega el escándalo de que la inteligencia rusa hackeó la elección estadunidense, acusación tan grave como la que propició el caso Watergate, que terminó con la presidencia y la carrera de Richard Nixon. El affaire ya desbancó, antes de tomar posesión, el aura del insólito recién llegado a la Casa Blanca, y podría perseguirlo durante meses. Si Putin mismo dio la orden, habrá recordado la idea que Stalin tenía de la democracia: En la democracia no gana la mayoría, sino quienes cuentan los votos.

La globalización contra sí misma. Los signos de esta catatonia son perceptibles en los abstractos registros de las estadísticas más convencionales. Desde hace 15 años, Estados Unidos adquiere más bienes del mundo de los que exporta. México, por ejemplo, registra un superávit de 4 billones de dólares (aproximadamente); Canadá, 6 billones; China, 14 billones, y así sucesivamente. Sin embargo, el término México es aquí un simple eufemismo. Son las mismas corporaciones estadunidenses las que, aprovechando el TLC, envían sus bienes a precios mucho más bajos de lo que costaría producirlos en Estados Unidos. Dicho en una frase: son las mismas corporaciones de ese país las que están provocando el abismo global en que se encuentra atrapado el Leviatán de Washington.

La imagen remite un poco al más profundo origen de la decadencia de Roma. Ésta no fue abatida por los bárbaros ni por las invasiones del Oriente, como afirma la historia convencional, sino por su propios procónsules. Éstos, una vez que erigieron su fuerza en las provincias gracias al senado y al ejército, se autonomizaron del poder de los césares. Toda comparación histórica es odiosa. Pero las corporaciones estadunidenses guardan cierta semejanza con esos procónsules.

El dilema es que el desahucio social y económico de la sociedad estadunidense ha recaído, a través de la gigantesca deuda pública, sobre sus clases medias y trabajadores. Y fueron éstos quienes precisamente llevaron a la promesa de un nuevo Estados Unidos a la Casa Blanca.

¿Puede el herido Hobbes de Virginia Square retomar las riendas de su propia degradación? No con un personaje esquizo a la cabeza, que llega precisamente para mantener el status quo.

Y, sin embargo, toda la mecánica de su legitimación podría, en efecto, orientarlo hacia una estrategia de desglobalización parcial, proceso que ya está afectando dramáticamente a sus tres socios principales: Canadá, México y China. Por lo pronto, los está afectando en una estrategia para redefinirlas como zonas estadunidenses, y ya no globales.

¿Qué hacer? Paradójicamente, para Canadá y México se aproxima una oportunidad única: deshacerse de las inversiones rapiña que han degradado la vida social de ambos países, sin afectar sensiblemente los acuerdos comerciales. Hoy se podría convocar, no a los empresarios –esa clase social ya no existe en México, son meros facilitadores–, sino a las comunidades en que el extractivismo ha desolado al país. Ellas podrían perfectamente, basadas en los códigos originales de la Constitución del 17, retomar la actividad económica que aparentemente se pueda perder.

Para ello se requiere obviamente otro tipo de gobierno. Pero la historia del país está acostumbrada a vislumbrar opciones dramáticas frente a situaciones dramáticas. Y este será el factor decisivo de las elecciones que se avecinan en 2018.