Opinión
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Alarma
H

ace años en la Ciudad de México, algunos lo recordarán, un periódico amarillista llamado Alarma! se ocupaba de asuntos truculentos, crímenes pasionales. Aunque los había, no se les llamaba feminicidios; sus reportes eran de accidentes catastróficos, incendios voraces, derrumbes, inundaciones y calamidades. Sus fotos eran famosas por lo sangrientas, sus reportajes eran propios de una antología del miedo, aderezados con chispazos de humor involuntario.

Recuerdo una portada típica: No más le dijo ¡voy voy! y le rompió la madre o aquel otro: Asaltola, violola y matola. En nuestros días noticias de asesinatos, de levantones, de desapariciones, son cosa de todos los días; aparecen en notas pequeñas: soldados enfrentados a maestros y padres de familia, un comando armado libera a 25 migrantes, aparece un nueva fosa clandestina, secuestran a fulano o encontraron el cadáver de perengano.

Y esto en todas partes, lo cual es de verdad alarmante. Y Alarma! ya no es sólo una publicación escandalosa, que yo sepa ya ni se publica; al menos puedo testificar que no la tiene el bolero de la esquina ni la peluquería de barrio.

La palabra alarma significa liberalmente a las armas; si hay un peligro, si viene el enemigo, la tranquilidad se rompe bruscamente, la paz tan apreciada y tan frágil se rompe cuando el vigía da el grito de alarma, es decir al arma, a las armas.

Este grito era un aviso de un peligro que había que afrontar y que cambiaba la vida bruscamente; se daba para arrostrar un riesgo real e inminente, al escucharlo los hombres y una que otra mujer, como la margravesa Ida o Juana de Arco, se armaban y se preparaban para el combate. Todos echaban mano de armas ofensivas, para agredir, o defensivas para resistir. Pasada la alarma la vida recobraba su ritmo normal, el herrero a su fragua, el labriego al arado, el tonelero a sus sierras y escofinas.

Ese tiempo, esos tiempos, pienso en la Edad Media y en México en algún siglo olvidado de cuando fuimos el virreinato de la Nueva España; fueron épocas rudas a veces, pacíficas por largas temporadas, cuando los peligros reales o imaginados eran algo excepcional que rompía la rutina, pero que unía a los vecinos, pues no hay mejor lazo de unión que afrontar un riesgo común.

Ahora no son los bárbaros cubiertos de pieles, de cascos adornados con cuernos, con sus grandes hachas y espadas, ni los veloces caballos de los hunos de ojos rasgados o los moros en la costa, los turcos y los piratas bereberes ya no asustan a los viajeros. Actualmente, en México otros son los motivos para vivir en alarma; el abanico de lo preocupante, de lo alarmante, se amplió: va desde pequeños riesgos callejeros cotidianos hasta incidentes graves para la integridad y la vida; la existencia moderna nos mantiene en alarma perpetua, como la vela que los fieles cuidan que nunca se apague.

Es alarmante la presencia de la delincuencia organizada aquí y ahora, primero en algunos estados como Sinaloa y Jalisco, después a lo largo de la frontera, Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas; posteriormente a lo largo de la costa del Golfo por todo Veracruz hasta el sureste y en el centro, y en el sur, Guerrero, Tabasco, estado de México y finalmente, el colmo, la flamante ciudad capital.

En la vieja Tenochtitlán, actual Ciudad de México, que se había mantenido relativamente libre de la delincuencia organizada y lejos de los altos índices de la delincuencia común, ya se escucha la voz de alarma. Cunde la preocupación, cada vez con más frecuencia leemos que se ejecutó a alguien aquí, u oímos que ayer se secuestró a un amigo, se le arebató la cadena y la medalla a una amiga o, más grave aún, si algún conocido lejano fue víctima de un secuestro. Las noticias de camionetas sin placas que acarrean mafiosos o de motonetas que recorren la ciudad con jóvenes montados de dos en dos cometiendo asaltos a transeúntes o a automovilistas a plena luz de día, ante todos y a causa de embudos, mala señalización y política vial errática.

Hay también otro tipo o nivel de alarma; ya no se trata sólo de lo inminente, nos preocupa, nos alarma lo oscuro que se ve el panorama. La pobreza, la falta de seguridad, el desempleo son también motivo de que vivamos alarmados. Ya no son nuestras las playas ni las fronteras; pertenecen a extranjeros las minas y el petróleo; los aeropuertos y las carreteras son de grandes consorcios; son dueños de los bancos y, por tanto, también disponen a su arbitrio de sus ahorros de todos los mexicanos.

Estamos alarmados por la inseguridad actual, pero mayormente por el negro porvenir. Alarma lo que pasa en las calles, en las carreteras, en los tribunales, en las cámaras de diputados y en los palacios de gobierno; cada día más frecuentemente, sin rompimiento de continuidad vivimos en alarma; sin embargo, si recordamos el origen de la palabra, sabemos que el grito no debe asustarnos: es que debemos estar preparados para la lucha.