Opinión
Ver día anteriorMiércoles 29 de junio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mi papá, quien luchó en la Primera Guerra Mundial, habría votado por permanecer en la UE
B

retaña, sea correcto o incorrecto. Papá solía decir esto para hacerme enojar. Nacido en 1899 y casado con una mujer mucho más joven –mi madre, Peggy, tenía sólo 25 años cuando se casó con Bill en 1945–, fue un soldado valiente durante la Gran Guerra, un contador público que trabajó duramente, un hombre que creía en pagar sus cuentas a tiempo, escrupulosamente fiel a su esposa y a sus amigos, pero podía ser discriminador, bravucón, racista escandaloso y enemigo, tarro de cerveza en mano, de la migración.

Mucho después de haberse jubilado como tesorero del distrito de Maidstone continuó trabajando como voluntario para el movimiento de Ahorro Nacional y de ahí regresaba desde Londres, a finales de los años 60, quejándose de que todos los que habían tomado el tren con él eran negros como el As de espadas.

Algo de esto era sólo para enfurecer a su hijo adolescente, precoz, arrogante y súper liberal de izquierda. A Bill le gustaba discutir conmigo, a grado tal que más tarde yo abandonaría a mi pobre mamá en Maidstone para regresar, furioso, a hacer mis reportajes en Belfast o Beirut, con la esperanza de no tener que ver a mi padre por muchos años.

Fui parcialmente educado en Dublín, pues obtuve un doctorado en política en la Universidad de Trinity, y mi padre conocía mi gran afecto por Irlanda. De manera que él sabía lo que estaba haciendo cuando me anunció un día que los irlandeses eran los únicos culpables de la hambruna que padecieron en el siglo XIX, por ser demasiado perezosos y ebrios para cultivar otra cosa que no fueran papas. Después de eso, no creo haber hablado con él durante más de una hora por el resto de mi vida. No fui a verlo cuando agonizaba en un asilo de Maidstone.

Yo era más europeo que inglés. Uno pensaría que en ese tiempo, Bill hubiera sido un partidario del Brexit de pies a cabeza. Mi gentil, considerada e infinitamente paciente mamá –quien se convirtió en juez municipal que siempre procuró clemencia para los acusados más pobres– literalmente se retorcía las manos de angustia cuando tenía que reparar una y otra vez la relación, dañada sin esperanza, entre su esposo e hijo.

Pobre Peggy. No merecía esto. Tampoco mi papá. He escrito anteriormente que poco después de la Primera Guerra Mundial el teniente segundo Bill Fisk, del regimiento real de Liverpool, rehusó comandar al pelotón de fusilamiento que iba a ejecutar a un soldado británico acusado de asesinato; una magnífica y valiente decisión que destruyó su carrera militar y fue, después me dí cuenta, el mejor acto de su vida.

El británico condenado era, de hecho, un australiano en el regimiento de Gran Bretaña. Fue fusilado por otros en el Havre, pero Bill siguió siendo un hombre honorable. Más tarde, sin embargo, se convirtió en defensor del castigo corporal y capital. Como miembro de un tribunal de valoración de rentas, lo recuerdo negando a una pareja una rebaja de los pagos de su vivienda en Maidstone, porque sospechaba que no estaban casados. ¿Fue la edad lo que provocó esta profunda crueldad? ¿O fue porque la crueldad del frente militar había penetrado su mente?

Bill odiaba a socialistas, a comunistas, a Bertrand Russell, a Hugh Gaitskell (por su carta de denuncia contra Suez) y, poco antes de morir, detestaba a cualquier político que no hubiera combatido en la Primera o Segunda Guerras Mundiales, con la excepción de Margaret Thatcher. Por supuesto su guerrero favorito era Winston Churchill, cuyo sombrío retrato colgó sobre la chimenea en nuestro comedor de Maidstone hasta la muerte de Bill, en 1992, a la grandiosa y avanzada edad de 93 años. Mi madre me preguntó si sería irrespetuoso quitar el retrato de Churchill y dije que no. Y el retrato se fue.

En estos días, después de la catástrofe por el Brexit, me he preguntado cómo hubieran votado Bill y Peggy, y lo que realmente pensaban de Europa, el continente que acabamos de abortar de nuestras vidas. ¿Qué hubieran pensado de los políticos británicos que nos llevaron, mediante su egoísmo y mentiras, a este punto muerto?

Bill juzgaba a los políticos de cualquier clase y partido según su apariencia. Él se hubiera percatado de inmediato del problema con Boris, Michael y Nigel. Al primero lo hubiera tachado de payaso, al segundo de inconfiable director de escuela pública y al tercero de vividor, palabra que mi padre usaba mucho y que por alguna razón le sienta bastante bien a Farage.

A Cameron lo hubiera aquilatado en un segundo, porque nunca confió en los publirrelacionistas. Tenía opiniones desfavorables de otros conservadores –en esto compartía el argumento con mi madre–, porque nunca confió en nadie cuyo cabello fuera tan largo que éste le cubriera el cuello de la camisa.

Puede ser que George Osborne hubiera escapado a su inmediata sospecha, pero imagino que Bill hubiera dudado de que su máxima de Bretaña, sea correcto o incorrecto, proviniera de la experiencia y conocimiento de la historia; más bien pensaría que se trataba de una frase hecha, sacada de la alacena, que sirvió al propósito del joven Osborne de escaparse de su mentira sobre el presupuesto de emergencia post Brexit.

Pero volvamos a 1914, cuando Bill trató de unirse al ejército británico antes de ser mayor de edad para poder irse con sus compañeros de escuela a combatir en Francia. Su madre –la abuela a quien jamás conocí– lo sacó a rastras de la oficina de reclutamiento de Preston, pero no logró impedir que se uniera al regimiento de Cheshire en 1916. Quería pelear por la pequeña y católica Bélgica, por Francia, cuya historia admiraba. A Napoleón, desde luego, pero también sentía profunda admiración por los poilus del ejército francés de la Primera Guerra Mundial.

Padraig Pearse cambió los planes de papá y fue enviado a Cork para disminuir al Sinn Fein después del levantamiento de 1916, lo cual lo salvó del primer día de la batalla de Somme, en el que murieron 20 mil soldados, entre ellos varios de sus compañeros de escuela. Aún conservo las postales de esos jóvenes, quienes lo apremiaban a unirse al frente.

En 1918, Bill fue enviado a Francia. Tengo otra postal de mi muy apuesto padre, con el rango de teniente segundo, recargado en una pared. Con su letra y en pluma fuente, escribió Arras, 1918, en una esquina. Tomó fotos de las trincheras. En tierra, de nadie. Las cámaras, oficialmente, estaban prohibidas, pero quizá él tenía el instinto de reportero de su hijo aún no nacido. Siempre recordaba la liberación de Cambrai, al lado del ejército canadiense, y sus calles incendiadas. Existe evidencia filmada de este infierno. Bill debe haber conocido a algunos soldados que ahí aparecen, aunque hoy es imposible identificarlos.

Aún tengo el diccionario Inglés-Francés de Bill. Se quedó en Francia después de la guerra, y existe alguna evidencia de que hubo una joven francesa que lo pudo haber querido: un sobrero de paja de mujer en la esquina de una fotografía que muestra a Bill parado frente a una trinchera. Otra imagen distante de Bill y una mujer en el asiento trasero de un automóvil francés antiguo, dos boletos para las carreras de Longchamp en 1919.

A finales de los años 30, Peggy, de clase media e hija de la dueña de un café y de un panadero de Sussex, viajó a París con sus amigas adolescentes del colegio para niñas de Maidstone.

Hay fotografías de Peggy en el sexto arrondissement (barrio) parisino.

De manera muy disciplinada aprendió la extraordinaria lengua del Esperanto, intento del siglo XIX de construir una nueva forma de comunicación creada a partir de las raíces de los idiomas europeos. ¡La gente en Francia me entendía en Esperanto!, declaraba mi mamá, triunfal, cuando ya tenía yo edad de entender, si bien siempre creí que hubiera más sido más fácil para ella simplemente aprender francés. Conservaba postales de la Francia que habría de caer bajo el mandato nazi, además de guías de las exhibiciones de París.

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Robert aún usaba pantalones cortos, Bill, el tesorero del distrito de Maidstone, se ofreció como voluntario para viajar a las ruinas del Reich para ayudar a los contadores alemanes de Hambugo a establecer una nueva autoridad. En los años siguientes insistió en que yo viajara con él y Peggy a Francia y Alemania para aprender la historia de Europa. Desde luego Bill me llevó a Somme, pero también al lugar de la batalla de Verdún de 1916. Mi madre captó, en película a color, imágenes de mi padre, y yo caminando entre las cruces francesas en el fuerte Douamont. Hay abundantes fotografías de Bill, Peggy y Robert en la selva Negra de Alemania, en Estrasburgo, en París.

Mamá y papá querían que yo fuera europeo y no sólo británico. ¿Qué otra razón tendrían para gastar tanto dinero en esas visitas, de moneda restringida, para visitar Francia, Alemania y Bélgica? ¿Por qué otra razón me habrían alentado, más tarde, a visitar solo las principales ciudades francesas y a viajar a Ámsterdam para conocer el arte de Rembrandt? Cierto, mi padre odió a los funcionarios de migración franceses que, mal encarados, nos sellaron los pasaportes en Bolougne, y sí, ¡esto es lo que puede esperarnos de nuevo tras el Brexit! Pero mi padre odió aún más a los funcionarios en la aduana de Dover, quienes olieron su culpa cuando él llegó a la estación portuaria con más cajas de cigarrillos Capstan de las que estaban permitidas. Las llevaba escondidas en sus pantalones, chaleco, chaqueta y hasta en su corbata del regimiento.

Para cruzar a Francia usábamos el viejo ferry Shepperton, del ferrocarril británico, que fue usado como transporte de mineros durante la Segunda Guerra Mundial. Mi madre solía recordar estos incómodos transportes cuando mis amigos y yo íbamos a visitarla a Kent, donde, atacada por el Parkinson, habría de morir en 1998.

Quería que le habláramos una y otra vez de las maravillas del tren Eurostar, de lo velozmente que éste símbolo de la Unión Europea iba de Folkstone a Calais. Nos preguntaba si el Gran Canal inglés podía verse desde el tren.

Heredé los libros de mi padre cuando murió y aún los tengo. Cientos de volúmenes acerca de las dos guerras mudiales, la biografía de Marlborough escrita por Churchill (y firmada por el autor), obras de historia británica y mi libro para niños titulado La historia de nuestra isla. También están las historias de zares, reyes franceses, la guerra de Sucesión española, la de los Cien Años y de la nueva Italia de Garibaldi, así como la oscura historia de Alemania y de la Rusia estalinista. Porque Bill también era un hijo de Europa.

Durante sus últimos años, Peggy y su hermana, mi tía Bibby (su verdadero nombre era Dorothy), se gastaron todos sus ahorros en viajes de una semana a Francia, España e Italia. Mi madre conoció Venecia, Roma y revisitó la Francia de su juventud. Me doy cuenta que ellas eran tan europeas como británicas. Mi padre también. Cuando mi francés mejoró, me escuchó hablarlo por teléfono y se enteró de que yo daba conferencias en París sobre Medio Oriente en francés, me expresó el placer que sentía de que su hijo hablara otra lengua europea.

Años antes, cuando yo aún estaba en la escuela, invitó al hijo del gerente de nuestro hotel en la ciudad francesa de Beauvais. Su nombre era Michel Moutier y perdí contacto con él hace mucho. Pero el chico nos visitó en Kent y mi papá insistía en que nos hablara en francés, en la mesa del desayuno, para que pudiéramos escucharlo en su lengua.

Al pasar los años me volví culpable de olvidar la visión y amplitud de mente de mi padre, cuando me alentaba a traer a mis amigos europeos y no británicos a nuestra casa en Maidstone, para que él y Peggy pudieran conocerlos.

Dudo que alguna vez se haya recuperado de su temor a lo desconocido, a lo externo, que se veía reflejado en sus comentarios racistas. En ocasiones usaba la palabra n****r, lo que me hacía desear que él no fuera nada mío, si bien siempre se cuidó de no usar esas expresiones viles delante de otros. Pero también fue un hombre de su tiempo y debo admitir que era un titán comparado con los enanos politicos, quienes por beneficio personal y ambición nos llevaron a la perdición del Brexit.

Mi padre hubiera dicho: Bretaña, correcto o incorrecto, pero también era contador y sabía lo que era incorrecto; tanto él como Peggy hubieran votado por quedarnos en la UE.

Aunque hubiese desdeñado su música, Bill, como me señaló mi esposa, habría estado de acuerdo con Sting cuando en una canción describe a los políticos como conductores de programa de concurso.

Existen hombres que no pueden conocer la historia como mi padre la vivió. Y cuando Cameron habló de enjambres de refugiados en Calais, mi padre no lo hubiera comprendido. Él habría pensado en los enjambres de aviones alemanes Messerchmitts que volaban sobre Calais en 1940 para unirse a la flota de la Luftwaffe para bombardear Kent, la ciudad en que vivió, en la que se casó con mi madre y en la que nací en 1946. Él no olvidó las lecciones de la guerra.

Cuando volví a Maidstone a visitar a mi madre, tras la muerte de Bill, vi que éste había dejado sobre su escritorio una postal enmarcada; un retrato de él como un joven soldado. Bill y uno de sus camaradas montaban caballos del ejército británico en el frente de la Primera Guerra Mundial en Francia. Uno de los animales tenía el pelaje blanco sobre los cascos. Al reverso de la foto mi padre escribió: Yo, montado sobre Calcetines blancos en Hazebrouk.

Hazebrouk está en el flandes francés. Esta fue mi última visión de mi padre como soldado europeo.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca