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Alma grande
U

no de los más grandes misterios de nuestra civilización y de nuestro tiempo es cómo se disuelve la delgada línea entre la realidad y el sueño. Todo lo percibido por los sentidos es realidad y, en este mismo camino, entonces, los sentimientos, ¿son realidad vivida? Desentrañar cómo se manifiesta en el universo de la vida tal noción es, quizás, el más sensible aporte de Yo, la película más reciente de Matías Meyer. Es también una invitación a vivir otra visión, otra mirada del tiempo. Ésa que se acerca más a las expresiones de la literatura, de la arquitectura, de la pintura, de la música, de la sensibilidad subjetiva, del arte.

En su esencia, en Yo, Matías Meyer, basado en un cuento del premio Nobel de Literatura Jean Marie Gustave Le Clézio, nos relata los mil y un ritmos que vive un joven gigante al acercarse al despertar de sus sentimientos frente al mundo. Para ello el creador arma un entramado realista en el que convive el tiempo ritmado por el paso de los enormes camiones por una autopista, la soledad del territorio de una casa restaurante en el lindero de la carretera, las relaciones familiares alrevesadas, la crianza de los pollos para marcar los días de fiesta, la dureza de una fábrica de cantera como sostén de la amistad, la suave sordidez de un antro pueblerino como foma de encontrar cauce a sentimientos y deseos, el paisaje abierto de la naturaleza como manto de abrigo, calor, intimidad y amparo.

Con hilos de luz, Matías Meyer va tejiendo con maestría el tapiz de vivencias que nos acercan al abismo de la tragedia, de la que nos salva, por instantes, el sentimiento, la inocencia, el sueño. Regala al realismo un significado nuevo y sorprendente. Andréi Tarkovski lo expresa mejor que nadie cuando nos cuenta que el arte es realista cuando intenta expresar un ideal ético. Así, el joven director mexicano nos hace una ofrenda de belleza porque sabe que ella, la belleza, no es un valor añadido al entorno; porque sabe que el anhelo de belleza refleja una creencia, una confianza en el futuro, refleja el ámbito de los ideales de los hombres, no porque sea lo opuesto de lo feo, sino de lo falso, como bien lo enseñó Erich Fromm.

Cuando uno mira Yo, le vienen en cascada, a borbotones, los sentimientos que la memoria guarda de cuando hace muchos años descubrimos El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, y Dodeskaden (El camino de la vida), de Akira Kurosawa. De la primera surgen las imágenes del descubrimiento nocturno, en el espejo de agua, del Frankestein que el sueño infantil transforma en amistad, ternura, develación del mejor de los mundos, el de la íntima complicidad del amor. De la segunda llegan cabalgando los recuerdos de la conversación infinita de padre e hijo arropada, a un tiempo, por la chatarra de los coches que usan como hogar y de los cielos pintados a brochazos en azul brillante, en los que, en ese mundo vivencial en la frontera de la realidad y la alucinación, prevalecen las historias contadas como creación salvífica para preservar la vida. En Yo, además, aprendemos que una simple silueta en los grandes espacios de la naturaleza nos dice mucho más sobre la historia que la acumulación de detalles complicados. La visión del joven gigante frente a la cascada nos hace sentir cómo todo es pequeño en comparación con la grandeza del paisaje. John Ford y Clint Eastwood han filmado esto con maestría.

Esa es una de las ramas de la estirpe de Matías Meyer: Tarkovski, Erice, Kurosawa, Eastwood, Ford. Ha aprendido bien y transmite con certeza la lección de Bernardo de Chartres que, en el siglo XII, expresó que somos enanos encaramados en hombros de gigantes. Y que de esta manera, vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda sino porque ellos nos sostienen en el aire y nos elevan con toda su altura gigantesca. Quizá por eso Paul Valery dice que un artista vale mil siglos.

Vayan, los invito a ver Yo, de Matías Meyer, galardonada como mejor película y por mejor actor en el Festival Internacional de Cine de Morelia en 2015, antes de que el desalmado sistema de distribución de cine mexicano de calidad la quite de las carteleras. Su director vale mil siglos. Así lo han entendido también en la Universidad de California en Los Ángeles. Allí, en ese campus, han organizado en los próximos días de este mes de junio, una retrospectiva de la obra cinematográfica de Matías Meyer para conocerla, analizarla, entenderla, compartirla, gozarla.

En la obra de Matías Meyer se revela un alma grande que tiene su raíz sembrada en el tiempo y en el futuro de los tiempos. Si lo parafraseamos, Rainer María Rilke nos haría un retrato de su arte diciéndonos que las escenas de las películas no son, como creen algunos, sentimientos, son experiencias. Para escribir una sola escena es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimientos hacen las florecitas al abrirse por la mañana. Sí, en cada una de sus escenas, Matías Meyer nos ayuda a develar el misterio de la delgada línea que une, en un solo trazo, la realidad y el sueño.

Twitter: @cesar_moheno