Opinión
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Mar de Historias

El Fabulador

¿C

ómo que ya no tiene coche?, me preguntan mis vecinos incrédulos más que alarmados. En mi carencia ven señales palpables de mi descenso en la escala social y no ocultan su lástima. Algunos no pueden frenar su curiosidad y me piden que les diga ¿por qué? en el tono de una madre desconsolada que interroga al cadáver del hijo suicida.

En respuesta a su interés, les expongo mis motivos: para librarme de congestionamientos, arbitrariedades, papeleos interminables, pérdida de tiempo, gruyeros, sentimiento de persecución, discusiones con los encargados de poner los inmovilizadores o con quienes –en una absoluta falta de civilidad– estacionan sus automóviles a la entrada de mi garaje mientras se van a los innumerables restaurantes o cervecerías que hay en mi colonia. (Ganó fama y perdió reputación).

Cuando al fin aparecen los invasores y les reclamo que hayan obstruido mi espacio se me quedan mirando con sorna, me aseguran que no es para tanto y que si no me pareció bien su comportamiento levante un acta. Lo que me extraña es que ninguno de los abusivos haya pretendido contener mi disgusto con la frase de moda: Usted no sabe con quién se está metiendo. Antes de llegar a ese punto de locura citadina, me deshice de mi coche.

II

Entre todas las ventajas que me ha traído mi peatonización hay una que las supera a todas: viajar en taxi (seguro, por supuesto.) Cada uno tiene su atmósfera dependiendo de lo que cuelgue del retrovisor (rosarios de cristal, insignias, zapatitos) o las artesanías miniatura que adornen el tablero según la temporada: reyecitos, corazones, banderas, calaveritas, esqueletos danzantes, series de luces o pinos navideños.

No faltan los choferes que hacen de su medio de trabajo una extensión de su casa –o, mejor dicho, de su vida familiar– y mandan escribir en el parabrisas nombres que les significan una dulce compañía en su larga jornada o ensartan en la visera un solo arete que les trae recuerdos a cincuenta kilómetros por hora.

III

A fuerza de recurrir a un solo sitio de taxis, con frecuencia me prestan sus servicios los mismos choferes. Son muy amables. Les pregunto qué tal de trabajo y me responden que, como en todo, hay días buenos y otros peores. Nos reímos de la broma. Aumenta la confianza y me interrogan acerca de qué me parece el nuevo reglamento de tránsito y cómo veo la situación. Cuando abordan el tema del futbol rehúyo opinar: me avergüenza mi ignorancia en lo referente al juego del hombre. Ellos agradecen mi silencio porque les permite lucir sus conocimientos describiéndome golazos, calificando los penaltis y la actuación de los árbitros.

Su conversación me hace olvidarme de los congestionamientos, los claxonazos, la exasperante lentitud a que avanzamos, los baches, la falta de policías en los cruceros embrollados, la torpeza con que un oficial manipula el semáforo y el desatino de que una pipa de agua que, en horas pico, inhabilite un carril para regar pastos secos.

De todos los choferes que conozco hay uno que se distingue por su imaginación. Si fuera escritor pertenecería al grupo de los que generan un mundo a partir de elementos reales, insignificantes. Confieso, en el mejor sentido, que envidio su destreza.

IV

En el tarjetón pegado en la ventanilla trasera están su retrato y su nombre completo. Lo sustituyo por el de Fabulador. En cuanto lo veo pienso en qué despertará su imaginación. Puede ser cualquier cosa que encontremos en el trayecto: desde un grupo de manifestantes, un niñito que vende chicles en un camellón, la fachada de un palacete asfixiado entre rascacielos o los ancianos que pulen parabrisas a fin de ganarse unas monedas.

Hace días, el Fabulador y yo vimos, a la entrada de un edificio en Reforma, a un grupo de oficinistas en actitud expectante. Dije que tal vez se trataba de un simulacro y desde luego recordé los terremotos del 85. Fue suficiente para que el Fabulador reconstruyera aquellos días amargos como si únicamente él los hubiese vivido. Me describió rescates, me habló de los miles de mariposas ciegas salidas de los sótanos de una iglesia después de siglos en la oscuridad. Al final intentó reproducir el tono de los instrumentos musicales con que los músicos sepultados entre los escombros de San Camilito se habían despedido de sus familias.

En sus relatos, el Fabulador a veces intercala episodios de su vida: Esto que voy a platicarle, aunque parezca cuento, es la pura verdad. La única vez que me ha hablado de su padre me contó que era pepenador y que soñaba con encontrarse una moneda de oro tirada en la calle. Gracias a Dios, dijo el Fabulador, su padre la halló, aunque por desgracia, el día de su muerte. Le pregunté si conservaba la moneda y me dijo que la había metido en el ataúd de su difunto porque, después de todo, él la había descubierto.

V

Hay una historia a la que, de tanto en tanto, vuelve el Fabulador. Empieza por mencionar los peligros que acechan a los choferes. Nunca saben si quien aborda el taxi va drogado, lleva armas o es de otro mundo. Desde la primera vez que oí la frase me intrigó mucho. Estaba a punto de llegar a mi destino. Tal vez pasarían semanas antes de que el Fabulador volviera a prestarme su servicio, así que fui directa: ¿A qué se refiere?

Entonces me habló de la mujer de blanco, hermosísima, que hace años, un Miércoles de Ceniza, había llevado de La Profesa a la parroquia de Tacuba. A pesar de que sólo la había visto unos minutos, cuando ella se bajó del taxi él empezó a extrañarla como si se tratara de alguien conocido de mucho tiempo atrás. Desde aquel momento, la rastrea con la misma tenacidad con que su padre buscó la moneda. El Fabulador aún espera dar con la mujer de blanco: no le importa que ese pueda ser el día de su muerte.