Opinión
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El violento ADN de la evaluación
E

n el siglo XIX surgió en Estados Unidos y en Europa el interés por encontrar una medida rápida y certera del ser humano. En medio del despertar de las ciencias cuantitativas en el ordenado clima positivista, algunos se preguntaban por qué no podían aplicarse esos mismos principios científicos y objetivos para conocer, de manera tan certera como la circunferencia terrestre, quiénes debían ser ascendidos a altos niveles educativos y sociales y quiénes, por el contrario, enviados a escuelas de oficios que les permitieran ser útiles a la sociedad y sobrevivir. La historia de estos intentos es ilustrativa: se medía la distancia entre los dedos de los pies de las niñas o entre los ojos de las personas, el tamaño de la frente. Incluso personajes como Montessori y el mismo Alfred Binet (posteriormente creador de los tests de inteligencia) recurrieron sistemáticamente a la práctica (científica e inobjetable, en ese entonces) de, con cinta métrica en mano, identificar a los niños con deficiencias en el aprendizaje. Y la evaluación se configuró así como una relación social de poder, colonizador-colonizado, evaluador-evaluado.

Al comienzo del siglo XX, una nueva versión de la medición humana, mediante preguntas de opción múltiple, significó un cambio importante en el instrumento, pero no en la relación evaluador-evaluado. Continuó asimismo viva la tesis de que el resultado era incuestionablemente objetivo para medir la idoneidad y útil, por tanto, para descartar personas. Porque una vez que se tiene fe absoluta en los resultados y éstos sirven para clasificar, surge, imparable, la tendencia a dar a los no idóneos un trato agresivo. Hoy sabemos que aquellos exámenes, como los actuales, eran insuficientes, cuando no profundamente erróneos, para hacer un juicio sobre las personas y sus capacidades. Pero eso no era ni es lo importante, lo fundamental es que ayer esa evaluación para controlar la migración, recluir en internados a niños antisociales, identificar a quienes irían a la Primera Guerra, impedir el acceso a la educación, asignar puestos y, todavía hasta los años 1970, esterilizar a cientos de niñas que no obtuvieran un mínimo puntaje en la prueba. Y esta evaluación mostró desde entonces su tendencia a calificar como inferiores a las mujeres y los pobres. Y hoy, en el siglo XXI, la evaluación de los maestros mexicanos ya es un caso destacado en la historia de la violencia de la evaluación centralizada, desde el poder y punitiva. Las preguntas deficientes y hasta absurdas, las condiciones de acoso, vigilancia militarizada y la perspectiva del despido, resumen condiciones inhumanas y abiertamente violatorias del derecho a un trato digno. No sólo no hemos abandonado los siglos XIX y XX sino que, ante la indiferencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en 2015 hemos aportado al mundo fórmulas (como la de tres policías por cada maestro evaluado) sin antecedente en el terreno de la educación.

También como ayer, otra violencia es la carga de descalificación que el evaluador moderno hoy utiliza para justificar su trabajo de gran inquisidor. Con mayor violencia y contra muchos más que en el pasado, la tecnología digital y los medios dan muchísimo más poder y alcance a los mitos sobre la necesidad de evaluar, la validez de la medición, la incuestionabilidad de sus resultados y lo justificado de sus consecuencias. Pocos creen hoy que el tener mayor o menor circunferencia craneana refleje inteligencia, pero muchos asumen sin mayor reflexión que los instrumentos de esta evaluación (¿qué hacer en caso de incendio?: pregunta para conocer la potencia pedagógica del maestro) son aptos para identificar a los no idóneos, y que sus resultados justifican que, como hace más de un siglo, se tomen medidas drásticas y punitivas.

La razón de que esta violencia continúe vigente, y que en México hasta se militarice, reside en el hecho de que, aunque no sirva para educar, este ejercicio de poder no ha fallado en su utilidad para el control social de grandes grupos humanos. Y, en un contexto cada vez más álgido y de impaciencia social como en nuestro país, de eso precisamente se trata. Cuando en Oaxaca, en 2006, maestros y comunidades se rebelaron contra un gobierno corrupto, los poderosos locales pedían el apoyo de las fuerzas federales para imponer el orden y, con intuitiva percepción del papel del examen, se pedía que el Ceneval examinara a los maestros. Hoy el orden es necesario para los cientos de miles que quieren un lugar en la educación media superior y superior, para los egresados desempleados, y para los más de un millón y medio que quieren seguir siendo maestros. Tienen razón los que piensan que la actual reforma es profundamente política. Con la evaluación se busca dar un paso enorme y definitivo en la modificación del endeble balance de poder entre clases sociales que todavía subsiste en este país, e impedir así que por la vía de elecciones o acciones de crecientes grupos de inconformes se abra paso a una gran transformación política y social. Si otra vez la evaluación funciona y somete a los que hoy son su blanco, se fortalecerá aún más la agenda impuesta que hemos visto desde hace tres décadas. Poco feliz Navidad, difícil Año Nuevo.

* Rector de la UACM