Opinión
Ver día anteriorLunes 21 de diciembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Fue un año atroz
E

n México, la degradación moral, el cinismo y la corrupción de las clases políticas se hicieron cada vez más evidentes, mientras aumentaba continuamente la violencia combinada de fuerzas legales e ilegales. Se consolidó así una estructura que dentro y fuera de las instituciones busca someter a control a la población y sofocar resistencias y rebeldías, dentro de un estado de excepción no declarado.

Algo semejante, con muy diversos grados y modalidades, ocurre en el mundo. Ante los cambios políticos en Argentina o Venezuela, la persistente crisis política brasileña, o los sucesos de Grecia o Francia, se denuncian traiciones, errores o debilidades de las izquierdas o se advierte de restauraciones o asaltos al poder de las derechas. Se caracteriza lo ocurrido como un retroceso de las fuerzas populares y un ascenso del capital, de sus administradores estatales y de los sectores sociales que los apoyan. Trump confirmaría esta interpretación: millones de estadunidenses respaldan posturas que hasta The New York Times califica de fascistoides, al tiempo que se multiplican, en Estados Unidos y Europa, comportamientos sociales que tienen claramente ese carácter. Tal como 12 millones de alemanes votaron por Hitler en 1932 y 17 millones en 1933, los medios y otros factores estarían llevando a grandes grupos a respaldar gobiernos y políticas de derecha, incluso contra sus propios intereses. Retrocederían así las fuerzas populares y la constelación neoliberal seguiría triunfando.

El Acuerdo de París puede ser útil para ilustrar lo que ocurre y tratar de explicarlo. La conferencia que lo produjo fue resultado de la prolongada exigencia pública de enfrentar el cambio climático. No bien se firmó, los gobiernos pregonaron sus méritos y muchos lo aplaudieron sin reservas, pero fue más bien una farsa decepcionante. Grain, por ejemplo, que representa una opinión muy calificada y respetada, señaló que el acuerdo no es legalmente vinculante en las metas de reducción de emisiones, no avanza en la descarbonización, respalda el modelo agrícola industrial generador de 50 por ciento de las emisiones y protege que éstas continúen mediante acciones que supuestamente las compensan. Lo más grave es que, bajo la coartada del secuestro de carbono, podrá ahora apoyarse abiertamente a la geoingeniería, que para muchos es la causante principal del cambio climático.

Tanto Grain como buena parte de los manifestantes presentes en París subrayaron que lo importante era cambiar el sistema, no el clima. Puesto que de eso se trata, no parece sensato solicitarlo al propio sistema, entrampado como está en una lógica destructiva que no puede detener por sí mismo. Como se denuncia continuamente, está matando la gallina de los huevos de oro y socava aceleradamente sus propias bases de existencia. El problema es que su comportamiento suicida pone en riesgo creciente la supervivencia de la especie humana y de la vida en el planeta y sólo puede instrumentarse con creciente autoritarismo. Se realizó un inmenso esfuerzo mundial para que se efectuara la conferencia, primero, y luego para que tomara las decisiones que hacen falta. ¿Tiene sentido? ¿Por qué seguir confiando en la superstición de que esos gobiernos e instituciones van a tomar decisiones contrarias a los intereses de quienes los controlan, ese 1 por ciento que denunció Ocupa Wall Street?

Esa sería la principal lección del año, que estamos lejos de haber aprendido. Es cada vez más general la conciencia de que los predicamentos actuales no pueden superarse dentro del marco de ideas, políticas y prácticas que los producen, es decir, dentro del sistema actual. No basta cambiar políticas o modificar la composición ideológica de quienes están a cargo de las instituciones. Tampoco es suficiente reformarlas. Es ilusorio y supersticioso seguir esperando que el sistema se corrija a sí mismo, con los mismos u otros dirigentes, como prueban París y todos los demás casos. Por eso, necesitamos retirar nuestra confianza del régimen de representación mismo y de su dispositivo electoral. También necesitamos retirarla de la mera movilización social, si sólo es capaz de producir el recambio de dirigentes, como demostró el saldo de la primavera árabe, o de inducir cambios marginales en la orientación de las políticas, como se constata en todas partes y se probó en París.

En este punto, el año atroz deja un resquicio a la esperanza. Está en curso, en todas partes, una reorganización desde abajo que paso a paso transforma la resistencia en emancipación. Se desmantela la necesidad de los aparatos del capital y el mercado y de sus administradores estatales y se forjan nuevas relaciones sociales. Poco a poco, se establecen dispositivos capaces de detener el horror dominante, para que la propia gente organizada, no sus representantes, líderes o delegados, realicen los cambios que hacen falta. No se trata de otra superstición o de meras utopías. Empieza a ser realidad.