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Nosotros ya no somos los mismos

El desahogo, de golpe, de cuatro heridas en un temple personal cada vez más menguado

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Jesús Salazar Toledano durante una comparecencia en la Asamblea Legislativa del Distrito FederalFoto La Jornada
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eguramente la columneta de este lunes 21 es la más acogotante de las escritas el año que está por finar. Al iniciar estos renglones mi idea es desahogar, de golpe, cuatro heridas (una más de las que nos habla Miguel Hernández y a las que nos acercó Serrat). Pero la verdad no sé si el temple personal, cada vez más menguado, resista este acoitar que no parece tener fin. Si el propósito lo dejo a la mitad y cambio de tema, pido comprensión.

El viejo Salazar, le decíamos al papá de Chucho Salazar Toledano. A edad avanzada escribió un librito delicioso que, con modestia, tituló: Memorias de un hombre común. Socorrida forma de auto exaltación: caerse voluntariamente para ser gloriosamente levantado. Por supuesto, a nadie engañó. Él fue todo, menos común. Al final de una presentación multitudinaria de ese ensayo autobiográfico, en el que participaron el actual director del FCE, don Pepe Carreño, el vidente León García Soler y uno de los múltiples Carlos Monsiváis que en ese tiempo pululaban, el octogenario autor me dijo en un aparte: “Mire Carlos, lo más duro de llegar a viejo, aunque tenga usted lo necesario para cubrir sus necesidades, sus enfermedades y achaques y aún para alguno de los pocos antojos que a esta edad pueda uno darse, es que cada día se va quedando solo. Acuérdese de mis pasados cumpleaños. En el jardín los invitados se dividían entre mis viejos camaradas, sus esposas y los amigos de Chucho. Ahorita, de mi lado ya hay sólo unos cuantos compañeros de las andanzas que relato y algunas viudas que me esmero en convocar. Y es que, Carlos, los viejos nos vamos quedando solos. En ese momento me caló su quejumbre, pero no tan hondo como ahora, en que, como el viejo Salazar, persisto en caminar despacio, pero más de la cuenta y por ello, inevitablemente, cada vez más solo.

Hugo: conocencia antigua. Amistad más reciente (mídase en décadas). Admiración y respeto de principio a fin. Nos vimos, la primera vez, desde trincheras opuestas y nos asombró, a ambos, la similitud de los orígenes y la coincidencia de nuestras utopías. Nos separaban las explicaciones, los porqués de las causas que atizaban ambas rebeldías. También los caminos, los métodos y los tiempos que, con más voluntarismo que objetividad, nos llevaban a ponerle fecha al cambio que, ilusos, sentíamos inminente. Me llevaba algunos años de edad y algunos siglos de saberes y competencias pero, las (mis) circunstancias, me permitieron anticipármele en la libera-ción del pensamiento, en el escape del mito y la superchería. Me adentré primero que él en las explicaciones científicas de la vida y de la historia, pero no tardó en darme alcance y rebasarme (por la izquierda, obviamente). El cambio de trinchera no significó en manera alguna la transformación de sus convicciones, sino su radicalización. El partido al que entregó toda su pujanza juvenil era, pese a que lo constituían los mejores ciudadanos que jamás ha tenido, un verdadero corsé. Hugo no había nacido para el dogma ni la obediencia ciega. Sí para la duda y el raciocinio. Desde una nueva atalaya siguió su lucha por el México que fue siempre su paradigma: un Estado soberano, independiente, dueño absoluto de su destino. Una Nación, es decir, una comunidad de destino, enraizada en un pasado arduo pero compartido, en un presente plagado de carencias y frustraciones, pero pleno de voluntad y expectativas y, por supuesto, en una determinación indomeñable de construir, unidos, ese el futuro que ha sido la tarea y el sueño de tantas generaciones.

Recuerdo a Hugo, formal y solemne en los recintos en los que se efectuaban los concursos internacionales de oratoria (se coronó campeón), alzando la voz a la mitad del foro/a la manera del tenor que imita/ la gutural modulación del bajo. Pero su voz podía adoptar esa modulación que describe su entrañable antecesor zacatecano, u otras muchas más, la voz de Hugo era una mágica polifonía: airado, irónico, montado en cólera, conmovido, sentencioso, flamígero o rumoroso, fajoso, tierno o iracundo. Adolescente aún, yo acudí a un mitin del candidato presidencial panista Efraín González Luna, a quien presentaba el joven Gutiérrez Vega. Recuerdo cómo en varias ocasiones tuve que hacer esfuerzos por no aplaudir algunas parrafadas de su discurso. Confieso que me cimbraban pero, dichas por el enemigo tenían, por principio, que ser rechazadas. Los discursos de Hugo siempre fueron informados, conceptuosos, pero podían no serlo. Hugo era como un encantador de serpientes, como el flautista de Hamelin (y sin flauta en cualquier caso). Podía prescindir de las letras y simplemente tararear (sustituir palabras por sonidos). Hacernos oír la sola melodía y convencernos de que nos trasmitía su verdad. Muchos años después, no puedo precisar si fue en la vieja estación ferrocarrilera de Buenavista o en la Arena Coliseo de las calles de Perú, pero creo recordar que coincidimos en un acto de apoyo al movimiento que encabezaba Demetrio Vallejo. Me sentí muy aliviado y di gracias a don Adolfo Christlieb Ibarrola, por haber expulsado del PAN a los Gutiérrez Vega, los Rodríguez la Puente, los Fernando de la Hoz. De no haberlo hecho, Acción Nacional hubiera podido acceder al poder mayor de la República con mexicanos de excepción y no con la canalla que gobernó México los primeros años del presente siglo.

Pues que la muerte de Hugo me agarró fuera de base y me hizo ver que sigo sin saber jerarquizar los asuntos esenciales de la vida cotidiana (que es la de a de veras). Me había concedido la oportunidad de reunirse con mis hijas a cenar y el tiempo me ganó. No tengo otra forma de compensarlas a ellas por haberles privado de una excepcional oportunidad de enriquecimiento intelectual, ético, estético, que poner en sus manos la obra de Hugo y, de ser posible, conseguirles una plática con Lucinda. Si es una comida, habrán de patrocinarla sus compañeros, después de todo será para ellas un curso intenso e intensivo de lo que una pareja puede construir si se asienta sobre las bases del amor, la igualdad, el respeto y, por supuesto, la aceptación de que la vida en común es válida, sólo mientras tácitamente se ratifique todas las noches. Dejarle la decisión a la muerte es además de fúnebre, muy aventurado.

“¿Enrique Campos, El Cabezón, es el amigo que te preguntó que si podía saludarme?” Antes de que le contestara que no estaba seguro de que estuviéramos hablando del mismo cabezón, Luis Donaldo Colosio me dijo: Enrique Campos, de Saltillo, fue mi compañero en Viena; es uno de los cuates más inteligentes que he conocido en mi vida. Por supuesto que quiero verlo. Pregúntale cuándo quiere venir y de una vez te digo: necesito que se incorpore con nosotros, aunque supongo que sabes que no es fácil, él no es priísta. ¡Claro que lo sabía! Su padre había sido el comunista del pueblo, o sea, el alcalde rojo de Brescello, Guiseppe Peppone, creado por el escritor italiano, Giovannino Guareschi.

No es fácil imaginar lo que significaba en ese tiempo y en ese espacio (por demás reducido), ser hijo del representante de Satanás en esa pequeña comunidad de mediados del pasado siglo, llamada Saltillo. La vida inicial no fue nada fácil para Enrique. En su hogar se vivía precariamente y esto gracias a los milagros de doña Cuquita (la madre) que diariamente multiplicaba los panes y los frijoles (en Saltillo no hay peces). Lo poco que el profesor Campos (el padre) podía aportar jamás alcanzaba, la mayor parte iba a parar a los peroles comunitarios de los ilusos obreros de la Cinsa (empresa familiar dueña de los cuerpos y las almas de la inmensa mayoría de los saltillenses), quienes habían cometido el sacrilegio de declarar una huelga para reclamar un salario justo y el trato de hermanos en Cristo que los patrones juraban otorgarles. Este perjurio se repetía en su diaria comunión y durante las tres veces al día al rezar el Angelus. Se trata de una oferta que no se puede desperdiciar: si reza el Angelus a la seis (madrugada), a la 12 (mediodía) y a las seis (tarde), se ganan 10 años de indulgencia cada vez, y si persiste por un mes continuo, nada menos que una indulgencia plenaria. Se aceptan todas las tarjetas.

Pues para que se valore lo que Enrique Campos hizo por su terruño y otros muchos más y evidenciemos lo que pueden lograr los científicos mexicanos con inteligencia, trabajo y empeño y, por supuesto, responsabilidad social, relataré algunos notables logros de este saltillense excepcional.

Twitter: @ortiztejeda