jornada


letraese

Número 232
Jueves 5 de Noviembre del 2015




Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER

Directora general
CARMEN LIRA SAADE

Director:
Alejandro Brito Lemus


pruebate

CULTURA


Carlos Bonfil

Pasolini
Una vida herética

Literatura, poesía y cine, Pasolini los dominó todos. Sus inconfundibles expresiones artísticas fueron militantes y su figura es un icono de identidad gay fuera de cualquier clóset. En este texto conmemoramos su aniversario luctuoso.




UA 40 años precisos de la violenta muerte de Pier Paolo Pasolini (1922-1975), se impone una revaloración de su obra. Desde muy joven, el autor de Una vida violenta (1959) y Las cenizas de Gramsci (1957) se distingue por sus posiciones controvertidas en el campo de la política, la moral y la cultura. El comunista heterodoxo critica el conservadurismo de la izquierda italiana y defiende a las minorías sexuales. En el terreno estético es vanguardista y al mismo tiempo nostálgico de cierto clasicismo.

A su actitud vital provocadora la define un odio tenaz a la burguesía, a sus ojos siempre oportunista y mezquina. ¿Cómo entender, fuera de este contexto, la virulencia de Saló o los 120 días de Sodoma, su última obra fílmica? ¿Cómo descifrar el enigma de su muerte violenta a manos de un prostituto de barriada, la madrugada del 2 de noviembre de 1975, a los 53 años, cuando la admiración y el odio que su personalidad suscita se confunden hasta dotarlo, no sólo de un aura de escándalo, sino de una dimensión casi mitológica?

En su primera cinta, Accatone (1961), se recrea el ambiente de su novela Una vida violenta, mientras que en Mamma Roma (1962), portentoso melodrama neorrealista, se perciben las huellas de su novela Muchachos del arroyo (1955), una mirada a las barriadas romanas. Desde el inicio de su carrera, la literatura y el cine, estrechamente ligados en un proyecto estético coherente, informan de las obsesiones del autor, de su sensibilidad política y de su credo antiburgués. Teorema (1968) es tal vez la cinta en que con mayor virulencia cuestiona el director el fariseísmo de la moral burguesa y la enajenación de la urbe industrializada. Hay en ella ecos del cine de Antonioni, pero sus planteamientos críticos, más directos aún, contienen el lenguaje sorprendente de una parábola religiosa. En El evangelio según san Mateo (1964), el cineasta mezcla elementos de marxismo y cristianismo para hacer de los soldados de Herodes una pandilla fascista, y de José y de María los prototipos de refugiados políticos del siglo XX. En 1967 adapta en forma soberbia el Edipo rey, de Sófocles, y en 1969, la Medea, de Eurípides, que estelariza María Callas. La vertiente literaria de su filmografía posterior incluye tributos a Boccaccio, a Chaucer, a la literatura árabe y al marqués de Sade.

En el panorama de la izquierda cultural italiana, Pasolini aparece como un iconoclasta con simpatías por el proletariado urbano. No es el aristócrata comunista Luchino Visconti, pero ambos comparten algo poderoso: la capacidad de establecer vasos comunicantes entre literatura y cine, entre una disidencia sexual y una disidencia política. La militancia política, esa herejía radical de Pasolini frente a la intolerancia moral del Partido Comunista Italiano, y la virulencia de su antifascismo (tan cercano al del Luis Buñuel de La edad de oro, 1930), son prolongaciones de su literatura y también de su cine poético y panfletario. Es conocida, por ejemplo, la postura del realizador frente a la revuelta estudiantil de mayo de 1968, su denuncia de ese radicalismo de izquierda de estudiantes bien alimentados, hijos de la burguesía, que ignoraban casi todo de la condición obrera y de la explotación que padecían los propios policías represores. Por su parte, la derecha sencillamente lo abomina y le reprocha su radicalismo intransigente. Y nunca habrá sido más grande el escarnio derechista que durante el estreno de su última película, Saló o los 120 días de Sodoma (1975), pues la cinta ofrece una perspectiva muy clara de las posturas ideológicas del realizador en los últimos años de su vida, también de su actitud moral. Es a la vez un manifiesto y una ruptura. Pasolini se desentiende bruscamente de aquella estética de erotismo lúdico presente en su llamada Trilogía de la vida (El decamerón, 1971; Los cuentos de Canterbury, 1972; Las mil y una noches, 1974), y lo hace por su desencanto total con la sociedad de consumo, con esa Italia en la que “la lucha por la democratización de la expresión y por la liberación sexual se ha visto brutalmente rebasada y cancelada por un poder consumista que concede una tolerancia enorme y falsa”. Como una consecuencia de esa degradación cultural, Pasolini advierte la decadencia de los ideales de sensualidad y belleza corporal. En su opinión, ya no era posible refugiarse en la reconstrucción de un pasado idílico, y las picarescas renacentistas y los maliciosos cuentos árabes se habían vuelto cosa ya obsoleta. La realidad social que en Italia anunciaba el avance irresistible de los Berlusconi era motivo obsesivo de burla y desdén por parte del cineasta. E incluso la juventud, tan llena de poderío y encanto en las primeras cintas del cineasta, era algo que él comenzaba a detestar. Pasolini hablaba de una generación no sólo víctima de la estupidez burguesa, sino cómplice también de ella. Los jóvenes de antaño, los de siglos atrás, de décadas anteriores, no eran, en retrospectiva, menos vulgares, y así lo señala Pasolini: “Si los jóvenes del subproletariado romano son hoy una basura humana, esto quiere decir que en el pasado eran potencialmente eso mismo: imbéciles a quienes se obligó a parecer adorables; criminales endurecidos que quisimos ver patéticos; criaturas inútiles y muy ruines a quienes atribuimos aires de santidad y de inocencia. El colapso del presente conlleva el colapso del pasado. La vida es un montón de ruinas insignificantes e irónicas”. En esta refutación de la Trilogía de la vida, publicada el 9 de abril de 1975 en el diario Corriere de la sera, Pasolini ofrece una clave de interpretación de su película más sulfurosa y dura. Y ese desencanto radical lo conduce a explorar los vínculos entre corrupción política y crueldad sexual, entre abuso de poder y desenfreno orgiástico. Adaptar así, muy libremente, la novela Las 120 jornadas de Sodoma, escrita por Sade en su reclusión en la Bastilla, es la ocasión ideal de expresar en imágenes provocadoras toda la indignación acumulada. Se trata también, a sus ojos, de un deber moral, como aforística y lúdicamente le confía a un periodista francés el 31 de octubre de 1975: “Provocar un escándalo es un deber; escandalizarse es un placer; y negarse a ser escandalizado es moralismo”.

Poco importa que Pasolini haya insistido en la irrealidad de lo que vemos en Saló, en el artificio de la crueldad, en el carácter sólo virtual del excremento y de la sangre. Muchos espectadores se sintieron ultrajados por esa imagen degradada, desprovista de todo glamour, de la sexualidad y sus múltiples declinaciones. Para el realizador de Los cuentos de Canterbury lo insoportable era ahora constatar que los cuerpos jóvenes habían perdido su inocencia y su belleza. Una corrupta sociedad de consumo los había transformado en objetos, y la juventud había aceptado pasivamente esa condición. Los jóvenes de Saló no eran únicamente víctimas, sino también cómplices de sus verdugos, rufiancillos oportunistas que rápidamente aprendían un lenguaje degradado y degradante. Los gestos de heroísmo y de fugaz rebeldía apenas subsisten en este panorama de pesimismo radical, en la mirada escéptica que ofrece un desenlace mordaz e irónico al cabo de insoportables rituales de tortura. La rebeldía de Pasolini, su heterodoxia política, su herejía sexual en la Italia pontificia, su desdén hacia toda imagen de autoridad, le impiden arrogarse el título de director de conciencia que tantos otros intelectuales ostentan después del 68. Él es sencillamente una conciencia crítica y un hombre libre, como lo demuestra la variedad y complejidad, cabalmente inexploradas, de toda su obra, poesía, cine y novela. Pasolini, último cineasta herético del siglo veinte europeo.

S U B I R