Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 13 de septiembre de 2015 Num: 1071

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El Haití preelectoral y
los derechos humanos

Fabrizio Lorusso y Romina Vinci
entrevista con Evel Fanfan

Dos Poetas

La colección Barnes
Anitzel Díaz

Animalia
Gustavo Ogarrio

Tres instantes
Adolfo Castañón

Adolfo Sánchez
Vázquez a cien años
de su nacimiento

Gabriel Vargas Lozano

El puma y su
presa celeste

Norma Ávila Jiménez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Resurrección
Kriton Athanasoúlis
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

El katechon

Frente al misterio del mal, el mysterium iniquitatis, como lo define San Pablo en la Segunda Carta a los Tesalonicenses, que se complica inmensamente en el devenir de la Historia, siempre me he considerado un apocalíptico. Es decir, alguien que cree en el final de los tiempos. “Un catastrofista”, se me dirá. No obstante, contra lo que suele pensarse, el Apocalipsis no es la destrucción del mundo, sino su sentido etimológico, la Revelación de la verdad –el regreso prometido de Cristo–, una revelación que aparece, como sucede con las revelaciones extremas, en medio de una gran oscuridad, en este caso de un momento terrible donde el mal, que la tradición cristiana asocia con el Anticristo, parece invadirlo todo.

En la Carta citada (2, 1, 11), San Pablo habla de ello de una manera enigmática –utilizo la versión de la Biblia de Luis Alonso Shökel, que es la más literaria–: “primero [antes de la revelación, del regreso de Cristo] tiene que suceder la apostasía y tiene que manifestarse el Hombre sin Ley (ho antopos tes anomias) proclamándose Dios […] Y ahora sabéis lo que lo retiene para que no se manifieste antes de tiempo. La fuerza oculta de la iniquidad ya está actuando (mystrion tes anomias, que la vulgata traduce como mysterium iniquitatis), sólo falta que el que la retiene (ho katechon) se quite de en medio...”.

El Mal, esa cosa que nadie sabe de dónde viene ni qué quiere, pero que es tan concreto y aterrador como el crimen y sus secuelas; esa presencia que la capacidad técnica y sistémica del hombre ha potenciado a grados inauditos en medio de dos mil años de Evangelio y de una comparecencia sin precedentes de los derechos humanos, no termina de invadir completamente la Historia y permitir al fin la llegada de la revelación, a causa del katechon. Ese ser ha sido motivo de profundas disquisiciones teológicas y filosófico-políticas como la de Giorgio Agamben, “El misterio del mal. Benedicto XVI y el final de los tiempos”, publicado en el número 68 de la revista Fractal, y ha sido asociado a lo largo del tiempo con el Nombre de Dios, el Espíritu Santo, el Arcángel Miguel, el sacrificio perpetuo de la Eucaristía, el Papado y el Sacro Imperio Romano.

Yo tengo para mí que el katechon es todo aquel que por un saber de la verdad y del sentido de la vida se opone al imperio absoluto del mal y, diría Günter Anders con un lenguaje moderno y ajeno a la revelación, “retrasa la catástrofe” y la instauración absoluta de la oscuridad.

El Mal es una evidencia histórica, avanza de formas cada vez más exponenciales y sofisticadas. Pensemos en los campos de exterminio nazis, en los Gulag, en las atrocidades de las Juntas Militares, en lo que sucede en México, en la bomba atómica y en las actuales armas de exterminio masivo; pensemos en las brutales contaminaciones del aire y el agua, en los arrasamientos de tierras y comunidades en nombre del desarrollo de la sofisticación técnica. Nadie puede detenerlo. Sólo retrasarlo por resistencia. ¿Habría entonces, como lo piensan los fundamentalistas –o su versión marxista, los maoístas–, que extremar el horror o las contradicciones para que la verdad llegue– o simplemente dejar de resistir?

No es mi posición. Amo a los katechon que habitan el Apocalipisis, a los que resisten a pesar de tener la batalla perdida, a los que encienden una vela a mitad de la noche y son una imagen en el tiempo de la revelación. Tengo, por lo mismo, una devoción inmensa por el Sísifo de Camus y el doctor Rieux de La peste; por Gandhi y los zapatistas, rostros modernos del katechon. Amo a esos seres que aunque tuvieran una fe en la respuesta de Dios –que es mi caso y el de Gandhi– defienden lo que les pertenece: este mundo con sus seres de ahora que son su siempre. Lo otro, lo que vendrá cuando el katechon sea vencido absolutamente, pertenece a Dios que está al final del Apocalipsis. Un tiempo que no conozco, que habita mi fe, pero que es ajeno a mi presente, a mi aquí y a mi ahora que es mi ser en el tiempo, en lo que me corresponde en el Apocalipsis.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones y devolverle su programa a Carmen Aristegui.