Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 6 de septiembre de 2015 Num: 1070

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Qué hay por Europa?
Yordán Radíchkov*

Bangkok, puerta
de Indochina

Xabier F. Coronado

Mariano Flores Castro
y Máximo Simpson

Marco Antonio Campos

Ecológica
Guillermo Landa

La interioridad
(o la paradójica
edificación de un hueco)

Fabrizio Andreella

Israel y Palestina:
coincidir en la resistencia

Renzo D’Alessandro

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Bangkok de noche, visto desde la parte superior del Banyan Tree Hotel Foto: Benh Lieu Song.
Fuente: commons.wikimedia.org CC BY-SA 3.0


La imposibilidad de hablar y comprender otro idioma produce frustración pero a la vez agudiza los sentidos

Xabier F. Coronado

El autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok. Nadie tenía ganas ya de organizar reuniones. La gente andaba en grupos por la ciudad, algunos visitaban los templos, otros iban a los burdeles.
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser

20 de octubre

Contemplar Bangkok desde el avión causa un hormigueo de inquietud. Esta sensación se produce al no poder abarcar con la vista la totalidad de la desconocida superficie urbana donde se va a llegar en unos minutos. Desde el aire, la capital de Tailandia se ve como un intrincado plano con cientos de kilómetros de calles y avenidas saturadas de edificios, salpicado de amplias zonas verdes, de rascacielos y una serie de venas fluviales que trazan sobre su superficie las líneas de un diseño indescifrable.

El avión desciende buscando las pistas de aterrizaje del aeropuerto internacional Suvarnabhumi, en la parte este de la urbe. Cuando pongo el pie en tierra me encuentro en un recinto amplio de arquitectura vanguardista que fue inaugurado en 2006, es el aeropuerto más importante del sudeste asiático y uno de los más modernos y transitados del mundo (46.5 millones de pasajeros en 2014). Bangkok es la puerta de Indochina, lugar de entrada para quienes llegan a este sorprendente territorio de Asia desde todos los puntos del planeta.

En la cinta de entrega de equipajes platico con Jérôme, un francés que es la tercera vez que visita Tailandia. Salimos juntos del aeropuerto. Lo primero que impacta es el calor: un termómetro marca 37 grados, son casi las 5 de la tarde. Aunque hace bochorno y el día es gris, hay una brillante claridad que reverbera sobre las superficies metálicas y los cristales con un efecto que nubla la vista. Agarramos un taxi, el tráfico es denso, nos detenemos en casetas de peaje para acceder a vías rápidas de segundo piso. En poco más de media hora llegamos al centro de la ciudad.

En una calle con varios hoteles pequeños nos detenemos, entramos en uno que queda junto a un mercado. Mi amigo saluda a la dueña, a la que conoce de otros viajes; yo me entiendo en inglés con la señora, son doce dólares la noche. Las habitaciones están en un patio trasero lleno de flores y plantas. Me ubico en un cuarto pequeño con ventilador, cama grande, mesa y silla. Los baños están afuera.

Vida nocturna

Cuando salgo del hotel va a comenzar el atardecer. Camino sin rumbo por el mercado, están levantando los puestos, barren y echan agua al piso. Salgo por el otro lado a una calle estrecha y me encuentro con un río de cauce ancho; barcos de todo tamaño navegan en ambas direcciones. Hay una estación fluvial con lanchas atracadas en un muelle cerrado. Veo una gran pizarra de horarios con nombres escritos con letras que no conozco. Al lado, descubro un restaurante que tiene una terraza sobre el agua: mesas con manteles de colores, flores naturales, luces tenues y una suave música oriental, hacen atractivo el lugar. Tengo hambre y no dudo en entrar. Me sitúo en un lugar desde donde observo las dos orillas del río.

Cargamento de piñas en el mercado de Bangkok

El gran problema cuando se viaja a Asia es la dificultad del lenguaje. No resulta fácil entenderse y comprender las cosas que pasan alrededor. En Tailandia el idioma es el siamés, una lengua analítica y tonal que pertenece a la familia lingüística tai-kadai, originaria del sur de China, pero su alfabeto deriva del jemer camboyano, que proviene de la antigua escritura india brahmi, como el sánscrito. En las zonas donde hay turismo la información esencial también está escrita en inglés, idioma que en la mayoría de los negocios manejan lo suficiente para comunicarse.

En el caso del pequeño restaurante, la carta sólo estaba en siamés pero pude entenderme con el mesero para saber qué contenían los platos. Mi primera comida asiática fue un sabroso pescado al carbón, con ensalada, arroz y una Tiger de medio litro, una cerveza que hizo famosa el escritor Anthony Burgess. El autor de La naranja mecánica (1962) habla de ella y la cita en el título del primer libro de su Trilogía Malasia: Time for a Tiger (1956), que en español se tradujo como La hora de la cerveza (Debate, 1984).

El sol se pone mientras ceno, observo cómo va cambiando el color del cielo sobre el río. Me invade una sensación de tranquilidad que deja paso a la excitación que produce la certeza de estar en un país desconocido, ante una cultura por descubrir. Me pregunto en qué parte de la ciudad estoy, cómo se llama el río y el magnífico puente que se ilumina a lo lejos, cuál es esta estación fluvial, a qué embarcaderos llevan sus lanchas… Cuando me levanto y salgo del restaurante, el río es un espejo que se satura con los colores del atardecer. Camino por los muelles y poco a poco el agua se convierte en un fluido oscuro, surcado por embarcaciones apenas visibles. En el cielo palidecen las estrellas y la noche se puebla de luces.

En el hotel encuentro a Jérôme con un grupo de amigos franceses. Compartimos un time for a Tiger y me proponen salir a disfrutar de la vida nocturna de la ciudad. Caminamos media hora por calles poco iluminadas hasta llegar a una de las zonas más visitadas por el turismo: las calles Kao San y Rambutri. La calzada está repleta de gente que pasea entre tiendas, lugares para comer y bares donde beber y bailar. También se ofertan masajes en tumbonas alineadas sobre las banquetas o en habitaciones exclusivas dentro de locales donde se ven urnas llenas de pequeños peces garra rufa, un tipo de carpa, que hacen limpieza natural de pies (ictioterapia), se comen las asperezas de la piel y producen un intenso cosquilleo. Entre los puestos callejeros descubro unos carritos que venden todo tipo de insectos y gusanos tostados para comer como botana; me fijo y distingo ejemplares conocidos en México: chapulines de varios tamaños, especies de escamoles y chinicuiles, e incluso alacranes prietos y cucarachas calcinadas.

Vamos a un antro donde se toman bebidas de colores y se danza al ritmo de músicas extáticas. Al salir, tenemos hambre y comemos en la calle; por dos dólares nos sirven un plato de arroz con verduras y camarones salteados cocinados en wok. Mis compañeros buscan un burdel tipo discoteca que conocen de noches anteriores; me disculpo alegando un cansancio que realmente siento y camino de madrugada por calles desiertas de regreso al hotel. La salida nocturna con mis amigos franceses sirvió para darme cuenta de que hay un turismo que llega a Tailandia en busca de jolgorio, alcohol y sexo. Ellos se iban al sur del país, a la franja costera de islas y playas adonde acude mayoritariamente este tipo de viajeros.

21 al 25 de octubre. Rincones de la ciudad

Los días siguientes los dedico a ubicarme en este nuevo entorno, a pasear sin rumbo por calles desconocidas dejando que las cosas aparezcan. Me habitúo a los sonidos del idioma, a los olores de la comida especiada, al calor y la humedad, a los cielos despejados del amanecer y las lluvias implacables de las tardes que, durante los monzones, lavan la pátina de polvo y esmog que se acumula sobre la superficie urbana. Gradualmente me acoplo al mundo que me rodea, despacio porque el cambio es fuerte. La imposibilidad de hablar y comprender lo que escucho me produce una frustración extraña y ambivalente; por momentos siento impotencia pero a la vez se agudizan los sentidos. Me doy cuenta de que muchas veces no es necesario hablar y tengo la certeza de que normalmente malgastamos las palabras.

Plaza de Bangkok

Lo primero que llama la atención al llegar a Tailandia es que se conduce por la izquierda. Parece algo sencillo de procesar pero en la práctica cuesta acostumbrarse, sobre todo cuando eres peatón en una ciudad inundada de tránsito vehicular como Bangkok. Los días que estuve allí me llevé más de un susto, sorprendido por coches, motos y autobuses.

Bangkok es una ciudad moderna y cosmopolita que está considerada una de las capitales con mejor calidad de vida en Asia; más de 15 millones de personas viven en la zona conurbada. La ciudad tiene rincones anclados en el pasado, donde se pueden descubrir tradiciones y costumbres que forman parte de la cultura ancestral del país. Los espacios más llamativos son los templos budistas (wat), recintos abiertos con edificios de arquitectura simbólica llenos de colorido y tallas en madera, olor a incienso, sonidos de campanas y tambores, un ambiente que estimula los sentidos.

Entre los lugares emblemáticos de la ciudad destacan el Templo del Buda Reclinado (Wat Pho), que alberga una estatua recubierta de oro que mide 46 metros de largo y 15 de altura; y el Palacio Real donde, en contraste, se encuentra el Buda Esmeralda, una figura tallada en jade de gran belleza de sólo 45 centímetros; es la imagen más venerada de Tailandia. En mis paseos descubro un lugar impresionante, el Wat Saket, construido en la cima del Phu Khao Thong (Monte Dorado), sobre un antiguo crematorio. Hay un camino con tramos de escaleras que lleva hasta la cumbre, asciende en espiral por jardines, fuentes y filas de campanas. Arriba, entre altares, esculturas y estandartes que se mecen al viento, se disfruta de una de las vistas más bellas de Bangkok.

Otro de los atractivos de la ciudad son sus parques y jardines. Entre ellos destaca el parque Lumphini, que está situado en el centro, tiene 58 hectáreas y es uno de los pulmones de Bangkok. Hay grandes árboles, un césped cuidado y estanques llenos de peces, donde se puede ver un tipo de lagarto monitor (Varanus salvator), de tamaño considerable, que a menudo sorprende a los turistas. Allí es donde los capitalinos van a pasear y hacer ejercicio; hay un lago para remar, biblioteca pública, espacios para baile y un auditorio para conciertos.

Una mañana regreso al río y en el embarcadero me subo a una lancha de pasajeros con destino para mí desconocido. El ruido de los barcos es ensordecedor, la mayoría usan motores reciclados de coche o camión, al que acoplan un largo vástago con una pequeña hélice al extremo para readaptarse a la función acuática. La lancha recorre el río Chao Phraya hacia el sur. En la orilla oeste surge el majestuoso Templo del Amanecer (Wat Arun), con su estupa central de más de 80 metros de altura. Después nos adentramos por canales angostos donde emergen imágenes opuestas a las descritas; es la trastienda que existe en toda gran ciudad, donde la suciedad, las cloacas y la miseria son protagonistas. Rincones donde el ser humano vive bajo mínimos, esa cara oculta de la urbe que siempre asoma cuando uno se aparta de las rutas turísticas.

Bangkok tiene gran variedad de mercados, desde las pequeñas lonjas de barrio a los extensos tianguis, como el de Chatuchak, el más grande de Tailandia, con 27 secciones, 8 mil puestos y 200 mil visitantes cada fin de semana. También están los mercados flotantes, alguno de ellos turísticos, como el de Taling Chan, y el extraño tianguis de Mae Klong, que se instala sobre las vías férreas y cuando pasa el tren, cosa que ocurre varias veces al día, se levantan los puestos para luego volver a ponerse de inmediato.

Buda reclinado en el Templo Wat Pho. Fotos del autor

En el mercado nocturno de Khlong Lod conocí a un personaje que hacía bolsos de cuero, se llamaba Sunan. Me acerqué a él porque vi unos ojos que brillaban en una esquina oscura de la calle, al margen de los puestos. Lucía el pelaje lumpen que en las ciudades tienen los sobrevivientes. Sunan, nombre que significa “buenas palabras”, me contó su historia, repleta de injusticia, mala cabeza, abusos y sufrimiento. Acababa de salir de la cárcel y me dijo que allí le habían rapado y maltratado. Sacó de su morral una foto arrugada envuelta en plástico, donde se le veía sonriente, rodeado de turistas güeros, con un aspecto de rastafari feliz que era difícil relacionar con la persona que platicaba conmigo. Le compré una cartera para guardar el pasaporte y, mientras hablábamos, le enlazó una trenza de cuero para poder llevarla en bandolera. Volví a verlo en el mismo sitio un par de noches más tarde, llegamos a charlar y reír como amigos. Meses después, cuando completé mi periplo por Indochina y regresé a Bangkok, busqué a Sunan en el lugar donde le había conocido, pero en la esquina había otra persona que también vendía artesanía de cuero, apenas hablaba inglés y no supo o no quiso decirme qué había sido de mi amigo.

Bangkok es un universo cultural múltiple, un cosmos social poliédrico saturado de galaxias y nebulosas, de estrellas que forman las constelaciones del zodiaco urbano, de agujeros negros que reabsorben la energía de una ciudad que impacta por la magia y el misterio de su esencia, por el brillo de su oscura opacidad. Un espacio sin términos medios: el viajero que lo explora descubre lugares donde le sorprenden la tranquilidad y el regocijo o recorre terrenos cenagosos donde le asaltan el desasosiego, la aflicción y la melancolía.