Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 6 de septiembre de 2015 Num: 1070

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Qué hay por Europa?
Yordán Radíchkov*

Bangkok, puerta
de Indochina

Xabier F. Coronado

Mariano Flores Castro
y Máximo Simpson

Marco Antonio Campos

Ecológica
Guillermo Landa

La interioridad
(o la paradójica
edificación de un hueco)

Fabrizio Andreella

Israel y Palestina:
coincidir en la resistencia

Renzo D’Alessandro

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Hoteles

Hay un hotel en Los Ángeles que se llama Biltmore y ha salido en muchas películas. Es fastuoso. El enorme lobby es como la escenografía de una película de los años veinte, con actriz alcohólica y asesinos incluidos; en él se han rodado muchas películas, entre ellas Vértigo, de Hitchcock. Los pasillos interminables, iguales todos con su alfombra roja, recuerdan El resplandor, de Kubrick –que en la realidad fue rodada en un hotel de Oregon. Mi hija pequeña y yo tuvimos la suerte de pasar ahí un par de noches y no se me olvida; dicen que por el Biltmore pasean los fantasmas de todos los actores que aparecen fotografiados en sus muros. No lo dudo.

Y es que eso tienen los hoteles, son un poco fantasmales, un eco eterno, el reino de la repetición. Borges los clasificaría entre las cosas abominables, junto con los espejos y la cópula, que multiplican el número de los hombres: podría decirse que en los hoteles copulan innumerables parejas frente a espejos igualmente innumerables, todos en habitaciones idénticas que recorren pasillos idénticos. Los estadunidenses nos han acostumbrado a la uniformidad en los hoteles: todas las habitaciones deben ser iguales, tener exactamente lo mismo, la misma decoración, la misma plancha y los mismos jabones. Así, cuando la cafetera de nuestro cuarto no funciona, nos sentimos el gemelo despreciado, el negrito en el arroz de las colchas y las toallas. Aquí toca aclarar que a mí me gusta esa cosa impersonal, ese no-lugar que inventó, quizá, el señor Hilton, tan cómodo y a la vez tan lejano de todo, aunque sólo para pasar un par de días, desde luego.

Eso sí, cada lugar tiene su carácter: En los cuartos de los hoteles ingleses hay bolsitas de té y teteras, sin lo cual, me imagino, los ingleses inventores del bed and breakfast imaginan que uno muere. Y hay hoteles donde te dejan un chocolate bajo la almohada. En cambio, hay otros más complicados. Por ejemplo, una vez me alojaron en un hotel en Tampico, arriba de un restaurante chino. Había viajado a dar un taller de narrativa. El hotel olía a cerdo frito y el encargado me asignó una habitación muy pequeña, lo cual no me importó demasiado, mientras pudiera abrir la ventana para ver la calle. Cuando corrí las cortinas, encontré un muro de ladrillo detrás del cristal. Fui a quejarme y pedí una habitación con una ventana al exterior. El encargado no parecía entender mi molestia, me miraba desde un mundo muy raro en el que las habitaciones de los hoteles eran como sarcófagos. Aun así, me dio otra, grande e iluminada. Y eso que mis alumnos de entonces consideraron que, como maestra, me faltaba carácter.

Hay otros hoteles donde uno sí podría vivir; casas viejas arregladas, cuyas habitaciones son todas distintas, evocadoras, pequeñas pensiones. En este año estuve en un hotel en la isla de Córcega que era así. En el comedor de ese hotel hay un cuadro en el que figura un grupo de personas joviales, entre ellas una mujer de pelo rizado y un hombre barbón, quizá el dueño de la pensión. Me gustó mucho la pintura: tenía un carácter y un color serenos y a la vez animados, de gente que se la pasaba bien y nos miraba un poco como los personajes de El desayuno sobre la hierba, de Manet, aunque sin mujer desnuda. Cuando pude, le comenté al dueño que me gustaba el cuadro y le pregunté si era su familia. Me respondió que él es pintor; él mismo había pintado en Nueva York a sus amigos en una reunión que por lo visto fue feliz. Le dije que parecían una familia. Por eso lo puse en el comedor, dijo.

Estábamos en el hall del hotel Mocambo de Veracruz cuando era un lugar deliciosamente cinematográfico y decadente, con ese comedor presidido por un antiguo timón de barco, los muebles de madera, los puentes alrededor de la alberca y el sauna con esas palmeras de decoración. La gloria. Un día, de paso por el lobby, unos meseros que servían mimosas nos invitaron a participar en la ceremonia de inauguración del elevador. La dueña y el gerente (o el dueño y la gerente) apretaron el botón y subieron al tercer piso. El Mocambo, a lo mucho, tenía tres pisos. Todos aplaudimos y brindamos con enorme entusiasmo. Después remodelaron el hotel y quedó arruinado, perdió todo el encanto a cambio de unas comodidades muy relativas. Desde entonces me arrepiento de haberle aplaudido al elevador; a veces pienso que, si no lo hubiéramos hecho, el progreso no hubiera pasado por el Mocambo y seguiríamos yendo a visitarlo, felices.

Cuando sea pintora, pondré un hotel.