Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
¿Qué hay por Europa?
Yordán Radíchkov*
Bangkok, puerta
de Indochina
Xabier F. Coronado
Mariano Flores Castro
y Máximo Simpson
Marco Antonio Campos
Ecológica
Guillermo Landa
La interioridad
(o la paradójica
edificación de un hueco)
Fabrizio Andreella
Israel y Palestina:
coincidir en la resistencia
Renzo D’Alessandro
Leer
ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
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Cinexcusas
Luis Tovar
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Luis Tovar
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Vientos huracanados
Lo sabe cualquier consumidor estándar de cine comercial, sobre todo estadunidense: abundan las películas cuyo tema de fondo es la juventud perdida que niega su condición. Aquí caben desde esos juegos de birlibirloque psicológico más bien simplones como De tal astilla tal palo o De tal padre tal hijo y todas aquellas en las que vástago y progenitor intercambian papeles; esas bembadas inelogiables tipo Son como niños, que deberían avergonzar a todos los involucrados en su perpetración; esas otras memeces al estilo ¿Qué pasó ayer?, que por alguna razón escurridiza a Unoqueotro le ha parecido que algo valioso tienen.
Caben también, y para su buena fortuna en un registro dramático no infectado de puerilidad, ejercicios fílmicos nacionales como Por si no te vuelvo a ver, Club eutanasia o Una última y nos vamos, en donde más que hablar de juventud perdida se habla de vejez negada por medio de la voluntad y la acción. Signadas por el aliento que sopla bajo ideas del tipo “estos tiempos todavía son mis tiempos”, “viejos los cerros y reverdecen”, argumentalmente funcionan todas igual: de lo que se trata es de ver la manera en que vuelven a florecer los laureles de éste o aquél, con todo en contra y recurrentemente comenzando por sí mismos pero, desde la perspectiva del espectador, a sabiendas de que van a lograrlo.
Ligereza y desenfado
Foto tomada del FB de Eddy Reynolds |
En este sentido, Eddie Reynolds y los ángeles de acero (México, 2014), no se aparta un ápice de la fórmula genérica y, por consiguiente, su apuesta no estriba en la innovación ni en la sorpresa. Gustavo Moheno, también director del filme –excolega y desertor de la crítica, como bien dijo Ernesto Diezmartínez–, y sus coguionistas Carlos Enderle y Ángel Pulido armaron una trama que, de tan modélica y tan cumplidora de los elementos habituales en cintas de esta naturaleza, pareciera sacada de un recetario fílmico: érase una vez una extinta banda setentera mexicana de rock, cuyos integrantes han seguido su propio camino, después de un éxito efímero por necesidad, que por determinadas circunstancias vuelven a reunirse, lo cual provoca que de manera simultánea deban enfrentarse tanto a su inevitable anacronismo y su consecuente desactualización, como a los fantasmas que han venido arrastrando desde aquellos ayeres y que, no podía ser de otro modo, fueron los que determinaron su separación.
Da la sensación de que pudieron hacerlo, pero trama ni argumento se tiran a matar en uno de los dos principales derroteros temáticos más obvios, es decir, el que consistiría en la contextualización de aquello que se cuenta: es abundante, pero no se aborda sino muy de soslayo la historia, por cierto rica, del rock mexicano de esos tiempos; apenas la aparición fugaz de la mítica revista Conecte, la portada conmovedoramente naïf del single que les diera su mínima probada de celebridad y, eso sí, el vocabulario de los protagonistas, acertadamente plagado de términos, frases hechas y modismos reconociblemente anclados, como sus propios usuarios, en una época concreta.
La segunda vertiente temática corre mejor suerte: el asimismo insoslayable conflicto generacional, aquí doblemente representado por la pareja sentimental de uno de los cuatro rucanroleros –el Eddie protagonista, muy bien interpretado por Damián Alcázar– así como por la hija de otro de ellos –el exbaterista, hoy farmacéutico y Gutierritos metido en el cuerpo de Álvaro Guerrero–, se resuelve satisfactoriamente en la conjunción, vía coucheo, que la segunda mencionada hace de la banda rediviva.
A saber si fue una decisión consciente de director y guionistas, o resultado feliz del volumen del personaje y del talento para encarnarlo, pero el choque de generaciones funciona mejor y se resuelve menos convencionalmente en el personaje llamado Santos, que le quedó pintado a un Arturo Ríos memorable. Destaca el hecho de que esto último sucede no sin paradoja, ya que de los cuatro exÁngeles de acero recargados –el cuarto es el bajista, un Jorge Zárate algo apatiñado–, Santos es el único que, para decirlo con una frase que firmaría cualquiera de ellos, “se quedó en el avión”, y en su lenguaje, vestimenta y modo de vivir, tercamente mantenidos, consiste el verdadero contrapunto que da la clave para la película entera: la nostalgia es algo muy distinto a lo que todo mundo suele creer, si se es capaz de mantener vivo aquello que le da pauta y que, precisamente vivo, no se la da.
Por lo demás, no le viene mal a nuestro cine este tipo de propuestas de ligereza y desenfado si, como Eddie Reynolds, a pesar de las fórmulas o quizá gracias a ellas, están así de bien hechas en términos generales.
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