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El populismo como fantasma
S

i algo distingue a la relación entre las palabras y los políticos es, sin duda, la veleidad. Incluso un estudiante de secundaria sabe que, en manos de un político, no hay palabra cuyo contenido no se derrita hasta convertirse en un signo aleatorio, carente de sentido. El término demagogia proviene precisamente de esta arbitrariedad. La capacidad de disuasión siempre se ha medido, en parte, por la habilidad para disfrazar las intenciones con alguna destreza retórica; y, en parte, por imbuir a esta destreza de significados. Pero el problema hoy va más allá. En una sociedad que habla e informa las 24 horas del día, a través de la televisión, la radio, la prensa, los blogs, el Internet… –una sociedad retórica como la actual–, el mundo de los significados parece dilatarse a tal grado que ya casi nada o nada resulta significante en ellos. Y sin embargo, cada vez nos sorprende que exista un reducido número de conceptos-insignia, de palabras-alarma o palabras-peligro, que una vez enunciadas ofrecen la impresión de que todo está dicho, como si sus sobrentendidos se dieran súbitamente la mano.

Uno de estos términos es el de populismo. Basta enunciarlo para que suene una alarma, o se anuncie un peligro, una sensación de inestabilidad. En principio, más que un concepto, el de populismo funciona como un inconcepto (si es que tal atributo existe). Más que expresar lo que se pretende decir, dice todo lo que no se quiere decir. En el vocabulario moderno, sus orígenes se remontan a Rusia en el siglo XIX. Los narodniki, hombres del pueblo, constituían una de las fuerzas más visibles y beligerantes de oposición al zarismo y al régimen de la aristocracia. Comparten, en la época, esa codificación que asocia sin mediaciones la virtud al pueblo. Un movimiento moral. Desde su nacimiento, sus principales críticos, liberales y socialistas, desconfiaron del término. ¿A quién representa quien dice representar al pueblo?, se preguntaba Trotsky en 1908. A todos y a nadie. Es un pagaré en blanco para legitimar líderes carismáticos e instituciones arcaicas y porosas. Nunca sabremos cómo los narodniki habrían gobernado a Rusia. El Estado soviético acabaría por desmantelarlos violentamente.

En los años 30 y 40, el populismo cobró el carácter de una fuerza con capacidad de gobierno en varios países de América Latina. Getulio Vargas en Brasil y Perón en Argentina fijarían sus paradigmas ya clásicos. Después del ocaso del liberalismo en 1929, amplias coaliciones sociales encabezadas por líderes efectivamente carismáticos emprendieron la búsqueda de soluciones a una crisis que podría haber desembocado en revoluciones más radicales. Para ello ampliaron los espacios de acción del Estado, promovieron reformas sociales y fomentaron instituciones porosas y clientelares siempre para preservar la sociedad de mercado. (Sería un equívoco mayúsculo definir al cardenismo como un populismo. Cárdenas encabezó la institucionalización posible de un régimen que se debatía entre las necesidades y las necedades de los caudillos y edificó un tejido social que hasta la fecha garantiza nuestra precaria estabilidad.) Pero el corolario es inevitable: desde entonces en América Latina, cuando el liberalismo falla, el populismo entra al rescate de lo que destruyó el laissez faire.

Desde los años 90, la noción del populismo pasó a manos del otro bando. Lo usa la retórica que legitima a la desregulación, la venta en oferta de empresas públicas, los endeudamientos desquiciados y la prosodia de la educación privada para definir a sus enemigos. Es una parte constitutiva de la actual propaganda enemiga. Se empleó para desacreditar las reformas salariales emprendidas por Lula en Brasil. Para impugnar la política de recuperación de recursos naturales que impulsó Evo Morales en Bolivia. Para obligar al gobierno argentino a modificar su política de no aceptar más restructuraciones de la deuda. Y se emplea actualmente para someter a Venezuela a un estado de excepción económica. En México ha servido para estigmatizar a las fuerzas que en las últimas décadas han exigido, como Morena, tan sólo elecciones limpias. O que han impugnado reformas como la energética, cuyo destino final consistió en el patetismo de que la familia de Carlos Salinas de Gortari se apropiara de una parte de la riqueza petrolera (apoyada en créditos que provienen de los ahorros de los asalariados). Si a esto se le llama política de institucionalización, el populismo es un juego de niños.

En Europa los nuevos usos del concepto han alcanzado ya grados histriónicos. Ya sea Podemos o Syriza, que hoy se ha volteado contra Tsipras, fuerzas que luchan por la Europa de los derechos civiles y sociales, esa Europa que se opone a aceptar que su autoridad máxima sea una burocracia –el Eurogrupo– que no responde a ninguna ley prestablecida, a ningún principio del estado de derecho, son calificadas hoy bajo la ironía de populistas.

Es bastante claro. El término populismo no significa hoy nada, radicalmente nada, más que el aviso peligroso de que el sistema está a punto de actuar de manera irracional. Ya ha perdido todo sentido histórico o sociológico. Es una suerte de toque de ataque para agrupar el estigma de quienes intentan, así sea con leves reformas, desarticular los nudos gordianos del embalaje global. Es cuando el ladrón grita ahí va el ladrón para salir del trance.