Opinión
Ver día anteriorViernes 10 de julio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La ikurriña
S

e vistió de rojo julio la mañana. Burlaba la muerte que buscaba: en la madrugada del día 7 de julio, el tradicional chupinazo daba inicio el meceo de los corredores de los toros. Hamaca de nervios, furia española sangre bravía, encelaban los toros que llevaban la muerte en los ojos y los descomunales pitones.

La leyenda negra de la católica Navarra española. La ikurriña –bandera vasca– presidiendo por primera vez el festejo. ¡Viva, San Fermín!

Los toros bravos en la Pamplona mística soñaban rejas redondas de cuerdas, encerrados en los corrales de Santo Domingo.

Soñaban lunas que a rastras les llevaban a jugar con la muerte. Se iniciaban por la calle de Mercaderes, giraban en línea curva por la calle Estafeta. Calles en que se escapaba el alma pamplonica, que temblaba asustada al paso de los toros de Jandilla que escurrían por rojas baldosas melancolía.

La mañana como un latido floreció al paso del encierro. El sol brioso discurría entre las multitudes.

El cuerpo de las pamplonicas se convertía en tallo que galleaba las puñaladas de los animales. La sangre corría al ritmo del correr, gritaba decires de muerte, merced a giros quebrados de periódicos redondeados que burlaban pitones asesinos. La angustiosa carrera era dolor vivo que no cabía en el cuerpo.

Al paso del revuelo de los toros endemoniados por los viejos callejones, San Fermín, patrono moreno y nerviudo, cantaba a la muerte una queja al aire que se elevaba.

Los corredores de toros se meneaban en bárbaro bailoteo sacudían la ciudad, glorieta tejida de sombras, boinas rojas y paliacates vino de la tierra Rioja, salpicado de ajoarriero.

Calles de garra y muerte, curtidas con vino áspero, chorizo y especias, lamían la sangre de unos audaces estadunidenses que la dejaron en las astas de un toro de Jandilla y escurrían en las banquetas la borrachera religiosa de la maciza ciudad.

Las campanas tocaron a repique y en la plaza, por la tarde, el toro fue laureado por su bravura sin igual. Las golondrinas llegaron a Pamplona convertidas en verano y la fiesta en su apogeo.

En la noche, un lamento tan hondo y antiguo, como la tradición de cuatro siglos recorría la provincia. La candela agitaba el bailoteo nocturno de las guapas navarras de ojos negros.

En el aire quedaban los sones populares: “uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo… siete de julio…” ¡San Fermín!

A sabiendas de que la vida-muerte no están separadas, la vida-muerte es una sola cosa, como es una sola palabra. En el espacio, San Fermín el torerillo resucitaba la verdad del toreo, que es el riesgo. El riesgo con el toro, un jugar con la muerte.

En los corrales esperan los nuevos encierros el día de su mañana. Lloran con la luna peinándose arena del redondel que a rastras lleva la muerte. En el soñar el fuego discurre, el cuerpo montaña de luto entra al tempo del amor en la penumbra atenuada por lánguida luz de la alegre hermosura de la ciudad que engalanaba efluvios de los ojos zarcos de las vacas.

En el recuerdo la novela Fiesta, del premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway, que inmortalizó los festejos que comento en 1926.

La tarde del martes la asistencia aproximada fue de un millón, entre turistas y lugareños y uno que otro aficionado a los toros.