Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 8 de febrero de 2015 Num: 1040

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El acuerdo
Javier Bustillos Zamorano

Leonela Relys: elogio
de la maestra

Rosa Miriam Elizalde

Décimas para recordar
a Xavier Villaurrutia

Hugo Gutiérrez Vega

Szilágyi y la judicatura
Ricardo Guzmán Wolffer

Las mujeres de
Casa Xochiquetzal

Fabrizio Lorusso

Visiones de Caracas
Leandro Arellano

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Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Orlando Ortiz
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Orlando Ortiz

A casi un año (I DE II)

Hace poco menos de un año me invitaron a participar en una mesa de homenaje a Emmanuel Carballo; habían transcurrido pocas semanas de su fallecimiento. Acepté de inmediato y preparé un texto que a la postre no leí. Opté por improvisar, pues lo que había leído en la prensa y lo que escuchaba eran elogios a una de su obras, sin lugar a dudas emblemática e imprescindible, pero –intencionalmente o por omisión– ignoraban el resto de sus obras; y los esbozos biográficos aludían siempre al mismo Carballo y a su Protagonistas de la literatura mexicana. No recuerdo que nadie mencionara, por ejemplo, su Historia de las letras mexicanas en el siglo XIX, o El periodismo durante la guerra de Independencia, o Ya nada es igual, Notas de un francotirador...  en fin, sus otros libros, algunos de ellos cargados de crítica implacable, por momentos despiadada y hasta cruel a obras y autores contemporáneos. No hacía concesiones ni a santones ni a los amigos por ser amigos; esto le valió, obviamente, enemistades a diestra y siniestra, y casi siempre vitalicias. (Para mí, eso que algunos llaman “crítica positiva” no son más que halagos, apapachos y similares: la crítica siempre es crítica, sin adjetivos, por eso no entiendo cuál es la “crítica negativa”, de la cual acusaban con frecuencia a Carballo. Creo que los escritores e intelectuales mexicanos sufrimos de un infantilismo atroz: si alguien nos “critica”, nos señala fallas o errores, nos recrimina desaseo en la escritura, epigonismo mal embozado o falta de originalidad, de inmediato hacemos un puchero, soltamos el llanto y nos alejamos indignados del canalla que no festejó la “gracia” que hicimos. Los críticos, al parecer, deben estar ahí para celebrar cuanto hagamos. Si su comportamiento es lo contrario, resultan incómodos y hasta detestables. A lo largo de su trayectoria Emmanuel tuvo tales experiencias numerosas veces, sólo porque se atrevía a decir lo que pensaba de alguna obra o escritor. Incluso cuando sabía que se colocaría contra la corriente. En ocasiones, tal vez, se equivocó, pero en principio nunca estuvo dispuesto a solapar a nadie, tampoco a la lisonja fácil sólo para estar a la moda o con la mayoría. Era esencialmente contestatario, beligerante y provocador, mas no por pose sino por convicción.

Desde sus inicios en el medio intelectual y cultural, en Guadalajara, dio muestras de empeño creativo y criterio renovador. Se trasladó a Ciudad de México en 1953 con el propósito de, en principio, entrar al Centro Mexicano de Escritores y dar salida a sus impulsos e inquietudes literarias. Fundó o contribuyó a la creación de varias revistas culturales, dirigió revistas y suplementos culturales y colaboró en otros que hoy por hoy son paradigmáticos; impulsó la realización de la primera exposición de escultura abstracta en México; en fin, siempre fueron evidentes su actividad, energía y desenfado. Por los años cincuenta fue el enfant terrible de la literatura mexicana. (Una espléndida y apretada semblanza la hace Beatriz Espejo en el “Estudio preliminar” del libro Emmanuel Carballo: Protagonista de la literatura mexicana, publicado por la Universidad de Monterrey en 2004), por ello no insistiré en lo que respecta a su faceta literaria.

En la ocasión mencionada al principio de esta columna, no hablé de su desempeño como crítico, tampoco del importante papel que jugó como editor y difusor de la letras mexicanas. Me propuse hablar, muy brevemente, del hombre fiel a sus ideas, congruente con sus principios, y que para nada gustaba de andar navegando con bandera ajena ni presumiendo de lo que no era. Él mismo declaraba ser un francotirador, es decir, un individuo solitario que no se apoyaba en otros para disparar a un objetivo. En otras palabras, nunca perteneció, que yo sepa, a ninguna organización de izquierda, tampoco se ubicaba como comunista, revolucionario o proletario. Se decía pequeñoburgués; no obstante, desde esa posición se manifestaba a favor de las causas revolucionarias de México y de Latinoamérica.

Su compromiso no era de dientes para afuera, pues participó en alguna huelga de hambre, siguió puntualmente el desarrollo de la Revolución cubana y manifestó su simpatía por este movimiento (lo cual, reconozco, no tiene nada de heroico, pues entonces eran muchos los intelectuales que defendían a la Revolución cubana); se entusiasmó con el Movimiento Estudiantil del ‘68 y estuvo en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre. De esta faceta y otras muy importantes hablé ese día y escribiré en mi próxima columna.

(Continuará)